El corredor de fondo se cansa. Pero sigue corriendo. Escucha su propia respiración, monótona, urgente, acompasada con el batir de las piernas que no detienen su cíclica constancia pese a la fatiga. Hace ya mucho tiempo -demasiado- que el cansancio está ahí. Entre las cejas del corredor de fondo, descargando gotas de sudor salado. Alguna parece más dulce que las demás, como si fuese una lágrima de emoción, pero es sólo una sensación pasajera que no distrae al corredor de fondo de su carrera. Podría mirarse la muñeca y saber cuántos minutos lleva corriendo. Cuánta distancia ha cubierto y cuánta le queda por delante. Pero desiste. Sigue corriendo.
El corredor de fondo corre por inercia. No huye de nada ni de nadie. No pierde el sentido soñando victorias ni estableciendo teorías sobre la existencia. No pierde el tiempo en preguntas peligrosas sobre el sentido de la carrera. Solo corre porque tiene que correr. Las razones ya no importan. Los sueños ya no confunden su percepción de corredor de fondo. Solo importa seguir corriendo. Dejar atrás kilómetros. Acercarse al final del recorrido.
Espaldas que se alejan
El corredor de fondo ha visto alejarse las espaldas de otros corredores y ha mostrado la suya a quienes se quedaron atrás. Pero eso ya no importa. Ahora se trata de no dejar de correr pese a todo. Pese a la sequedad de la boca. Pese a la mordiente tensión de los músculos del abdomen. Pese a los vahídos que le cercan las sienes. Pese al cansancio inmediato y al acumulado en la memoria de todas las carreras anteriores.
El corredor de fondo ve pasar los semáforos, las farolas, los árboles, las señales de tráfico, los postes publicitarios. Imagina que está detenido y que los objetos que pueblan las aceras se desplazan a velocidad regular, sin perder un segundo ni regalar un instante de sosiego. Correr no es de cobardes, se dice a sí mismo el corredor de fondo, esbozando una mueca que podría confundirse con un amago de sonrisa irónica. Correr no sirve de nada, se dice en su soledad de corredor de fondo. Seguir corriendo no sirve de nada, pero continua batiendo las piernas, con el peso de tan dura sentencia sobre la frente. Su frente desierta, perlada ahora de sudor, anegada de agua y sal desde hace ya demasiado tiempo.
Ritmo constante
El corredor de fondo se desdobla en dos. Ya es sólo un corredor de fondo desde la cintura a los pies, porque son sus piernas las que siguen corriendo por si solas. Las piernas mantienen el ritmo constante. El corazón bombea sangre fresca que llega a los músculos cargada de oxígeno y de viejas creencias como la perseverancia, el orgullo, el honor. Creencias de corredor de fondo que se fijan en los glóbulos rojos para llegar hasta el último rincón de su anatomía. Hasta la última esquina del mapa de su piel, que es una especie de geografía difusa ahora que la carrera está en lo más crudo. Las partes del cuerpo son tres: cabeza tronco y extremidades. Sin querer, el corredor de fondo recuerda esa vieja lección, repetida a coro en el aula iluminada y remota de la infancia, y que ahora parece cobrar sentido. La cabeza hundida sobre el pecho, las extremidades entregadas al esfuerzo, el tronco lastrado de cansancio y dolor.
El corredor de fondo escucha el compás de su carrera sobre el asfalto. Escucha el fuelle de sus pulmones que aún, milagrosamente, siguen insuflando vida al resto del cuerpo. Escucha un timbal lejano que podría ser su propio corazón. Escucha la música nerviosa de una bandada de pájaros del atardecer. Escucha voces atenuadas por la distancia. Escucha una ovación.
Pero el corredor de fondo sabe que no es para él.
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