La carretera se adornaba con lunares blancos, de color blanco almendro, y escarcha de chumberas en los recodos sin sol. Era principio de año. El frio entraba en los huesos sin permiso. En el asiento del copiloto me acompañaba Cat Stevens, cantaba ‘Lady D'Arbanville’. En Lubrín es menos fatigoso bajar que subir las cuestas. Estas son algunas de las impresiones que se fijaron en mi mente la primera vez que me acerqué a Lubrín, en la Sierra de Filabres. Luego, durante años, no falté a la cita cada 20 de enero, día del patrón lubrinense San Sebastián. En este ir y venir tuve la fortuna de conocer a personas extraordinarias, al panadero Serafín Ramos Sánchez y a su padre, Antonio. A Juan Fernández, de El Marchal, y cohetero mayor del reino, más de cuarenta años disparando cohetes. A Eloísa Lorca Ortega que me dejaba subir a su balcón para hacer fotos. A Mari y Ana que aprovechaban el acercarse a las fiestas a vender lotería de una administración familiar de Huércal-Overa, y a Jacinto Martínez Balastegui, sastre de profesión “desde que nací, porque mi madre era modista”, al que supongo ya jubilado; a su alcalde, Domingo Ramos, y a tantas más que aquí no me entran, pero todas caben en mi recuerdo.
He tenido que asomarme a la ventana reclamado por el graznido de un grupo de gaviotas. Curioso, el mar queda un poco alejado. Vaya usted a saber. A eso del mediodía miles de personas se arremolinan en la puerta de la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Rosario de Lubrín, todos ansiosos de portar al Santo Sebastián. Algo parecido a lo de Almonte con la Blanca Paloma en formato reducido, aunque lo mismo de grande en emoción. Con las dificultades acostumbradas debido a la aglomeración, San Sebastián avanza despacito por la calle de la Iglesia camino de la plaza. En el itinerario, centenares, miles de roscos se arrojan desde los balcones. Abajo, en la calle, entre centenares, miles de brazos extendidos hacia arriba se advierte la sana y divertida competencia por ver quien se hace con más roscos. Es así la tradición.
Se cuenta que el origen de esta celebración popular del pan se remonta al siglo XIV, a una época en la que gran parte del mundo conocido se vio afectada por la peste y, en consecuencia, la pobreza, la desigualdad y la hambruna. Ante semejante espanto la gente se encerró en sus casas. Los sintecho, enfermos y mendigos, recorrían las calles pidiendo comida. Para evitar el contagio les arrojaban alimentos desde ventanas y balcones.
No sé qué pensar, que quiere que le diga, encuentro cierto paralelismo entre el origen de la tradición lubrinense y la pandemia que nos arrasa. Estamos confinados, damos bolsas de comida, socorremos a los necesitados. Sí, hombre sí, disponemos de un sistema sanitario de primera gracias a Dios, a cualquier dios. Para más analogía escucho a Cat Stevens, canta ‘Wild World’, en tanto que yo, sin dudarlo, me quedo en casa.
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