La nueva normalidad ha hecho que nos habituemos a los oxímoros a una velocidad de vértigo, asumiendo la incongruencia que en ellos habita y convirtiéndolos en los cantos de sirena del lenguaje.
Me he transformado en Ulises en su camino de vuelta a casa y Almería, en una suerte de Ítaca herida de muerte. Mi barco atraviesa las aguas de los Genoveses y una sirena desde el cortijo de ‘Las Chiqueras’, aquel que ahora quieren convertir en hotel, me canta a media voz: “turismo sostenible”. Disculpen que discrepe, pero como buen Ulises no confío en las sirenas, del mismo modo que no concibo un turismo sostenible. El Cabo no se toca.
Si es turismo no será sostenible y si es sostenible no será turismo. Dejemos de tildar con antagonismos a lo que en sí es una falta de respeto a nuestra tierra. Lejos de esforzarnos por preservar y proteger un espacio único, parece preocuparnos más las comodidades que allí podamos encontrar. Ay, si doña Pakyta levantara la cabeza y viera su Cabo.
A veces miro con recelo a otros pequeños paraísos como las Berlengas en la vecina Portugal, el islote de Lobos en Fuerteventura o las Cíes en Galicia y un regomello nace de mis entrañas y me hace cuestionar: “pero qué es lo que es”, desde mi sentir más legañoso. ¿Vamos a permitir la antesala de un nuevo Algarrobico? Almería se me antoja como un paraíso que no es consciente de su belleza. Una ciudad desprovista de memoria que siempre actúa tarde cuando se trata de preservar sus rincones más emblemáticos.
¿Se acuerdan de aquel edificio de Puerta Purchena que se derrumbó en plena noche? ¿No se han preguntado nunca por qué sigue en pie el Algarrobico? ¿Por qué el cortijo de los Frailes se deteriora y abandona? ¿Recuerdan el Toblerone? Aquel que podría haber sido nuestro contenedor cultural y sobre el que ahora se levantan dos mamotretos magnánimos, que rompen con la belleza arquitectónica de nuestra Estación de tren.
Redescubro a golpe de nostalgia la magia de nuestro Cabo. Cuando uno se convierte en exiliado, sólo le queda el recuerdo. El día que abandoné Almería me guardé su luz y sus paisajes, esos que responden a una tonalidad concreta, como si únicamente pudieran ser comprendidos y admirados en el lugar al que pertenecen. Aquellos que desde el mar son aún más bonitos. Cierro los ojos y me baño en ese desierto turquesa, tan agreste como bondadoso. Inmersa en esa paz, me habría gustado saber tocar la guitarra para poder cantarle a los Genoveses, a media voz, como aquella sirena cuando me transformé en Ulises, pero yo susurraría: “el Cabo no se toca” y quizá doña Pakyta me acompañaría con las palmas.
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