Ácido y tierno, sin casarse con nadie pero comprometido siempre con el público, Moncho Borrajo (Baños de Molgas, Orense, 1949) celebra sus bodas de oro sobre los escenarios con un espectáculo en el que repasa algunos de los números más célebres de su trayectoria. Este viernes, a las 21 horas, regresa al Teatro Cervantes de Almería.
Vuelve a Almería para celebrar sus 50 años en el escenario. ¿Qué le diría hoy al Moncho Borrajo de hace medio siglo?
Que siguiera teniéndole respeto al público, que no se arrepintiera de lo que hace si cree que debe de hacerlo y, sobre todo, que siguiera siendo consecuente. A lo largo de estos años he sido bastante ‘Pepito Grillo’ de la política de este país, algo que me ha costado muchos disgustos; pero bueno, voy por la calle con la cara levantada. Las personas que he admirado --en el mundo del espectáculo y fuera, desde un labrador a un cantante de ópera-- han sido coherentes y consecuentes con lo que pensaban. También le diría que se siguiera poniendo nervioso, esos nervios son necesarios para no creerte perfecto. Cuanto más años pasan, más nervioso te pones porque sabes que te van a exigir más. En este país no perdonan: te examinan todos los días.
En lo más duro de la pandemia, ¿pensó que no volvería a pisar un teatro?
Pensarlo no: soy bastante positivo, sabía que la pandemia era larga y sé que es algo que nos va a durar. Lo que peor llevé, lo más jodido, fue la impotencia. Y luego esa sensación de que la política en general, no solo el Gobierno, se conformó con vivir. Ninguno de los políticos de nuestro país ha estado encerrado, ha tenido problemas económicos o le han quitado el trabajo: es la calle la que la ha sufrido realmente. Tengo la suerte de vivir en una muy buena casa pero en toda la pandemia me hice una foto: me parecía un insulto para los que tenían que vivir en 40 metros cuadrados. La diferencia social se notó mucho en la pandemia, las clases quedaron excesivamente marcadas.
Dice que en este espectáculo no va a hablar de política… ¿Le creemos?
A ver, comparado con lo que hablaba de política antes… ¿Sabes qué pasa? La gente está cansada de política, los políticos no demuestran que están preocupados por nosotros. Cuando yo empezaba, los políticos iban al teatro, a las salas de fiestas, a ver qué opinábamos de ellos; ahora les importa un carajo, si les llamas ladrones les da igual. No sé quiénes son más dados a la parodia, el Gobierno o la oposición. El humor ha de ser crítico con todos e intentar que nos riamos hasta de nosotros mismos. Además, ahora estamos en una sociedad muy polarizada: o conmigo o contra mí, y eso no es bueno para el humor. Vamos a una sociedad de papel de fumar, donde todo el mundo se ofende por todo menos por las cosas serias. Conté hace poco un chiste de maricones y una señora me llamó homófobo. Mira, si yo soy homófobo que venga Dios y lo vea. Le dije: señora, nunca salí del armario porque éramos pobres y no teníamos, yo salí de la cómoda.
El humor no es lo que se dice sino quién y cómo te lo dice. El humor es un regalo de tu cerebro, es un privilegio del ser humano. Eso sí, en cincuenta años nunca he hecho chistes de discapacitados o de niños con síndrome de Down. Mi humor va contra el poder, el pijo, el prepotente, el nuevo rico; no voy a reírme del que viene en la patera.
¿Cree que existe eso que llaman humor inteligente?
Me han puesto esa etiqueta muchas veces pero el inteligente es el público que entiende las cosas. El humor inteligente es no tener que terminar la frase, el doble sentido, la metáfora, algo que el público andaluz, al igual que el gallego, tienen. Y se puede hacer humor crítico y punzante sin insultar.
¿El escenario es un confesionario, un diván o la pista central de un circo?
Es una terapia de grupo. Los cómicos --gente a la que admiro como Cantinflas, Groucho, Chaplin o Gila-- somos filósofos frustrados, todos queremos dar un mensaje para cambiar las cosas: mensajes contra la guerra, el absolutismo, la dictadura. Con 18 años me dijeron que era superdotado (de cintura para arriba) y me recomendaron hacer teatro. Es una terapia porque la gente no sabe lo timidísimo que soy aunque ahí arriba parece que me como el mundo.
¿Cómo lleva ver mascarillas entre las butacas en lugar de sonrisas?
Es terrible porque hay que hacer un doble esfuerzo: romper la cuarta pared y la mascarilla, que además amortigua la risa y no ves la cara de la gente riendo. Eso es fundamental para el público porque el teatro es como un frontón, mides lo que te devuelve la gente. Los cinco primeros minutos son terribles, aunque siempre lo son hasta que escuchas la primera carcajada. Pero es la terapia de grupo que te decía antes: termino con un toque de ternura, salimos convencidos de que la vida merece la pena, incluso los errores cometidos. Llevar 50 años haciendo reír a un país como este es un lujo. El otro día le decía a un amigo que al final vamos a quedar Serrat, Raphael y yo.
Y Serrat ya ha anunciado su gira de despedida…
Entonces el que más va a durar va a ser Raphael, que se va a morir encima de un escenario. Lo conozco bien y si no trabaja se muere; en la pandemia debió ser quien lo pasara peor del mundo.
¿Echa de menos la televisión?
En un país en el que se habla de lo políticamente correcto molesto mucho porque soy políticamente incorrecto, y lo voy a seguir siendo. También te digo que soy muy de teatro, de directo, del ‘kabaret’, con k, con el público mirándote. En televisión un chiste no se puede repetir, tienes al público lejos, la cámara te sigue… No es que nos lleváramos mal pero un taco, un gesto irreverente, funcionan en teatro y si lo haces en televisión se quedan solo con eso. El placer del teatro no te lo da el cine, aquí estamos trabajando por ti, para ti. Por eso pido que no graben con los móviles: además de estar robándome mi trabajo, no están disfrutando de lo que pasa y cuando lo vean en casa se darán cuenta del tiempo perdido. El humor tiene su momento: las empanadillas de Martes y 13, el vaso de agua de Tip y Coll o el teléfono de Gila eran geniales pero ahora no funcionan tanto porque ha cambiado el contexto. En mi carrera no me he centrado solo en la televisión por lo que no me he quemado. Y la televisión es una gran asesina: te ensalza y te hunde con una facilidad pasmosa.
Es un maestro en rimar improvisando. Le digo cinco palabras: Almería, Cervantes, Navidad, tapas, alegría, y usted me dice...
(No pasan ni tres segundos)
Ay, qué diría Cervantes, repleto de ironía, cuando fuera a tomar tapas a un teatro de Almería. / Llegando la Navidad, tan serio él se pondría, que se pasaría el tiempo cantando por alegría. / Venga usted, si quiere verme, al teatro de Almería: en el Cervantes, señor, y pasará un buen día / en llegando Navidad, una cerveza, una tapa, una risa y alegría.
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