Tras el éxito cosechado con su exposición El Sur Lorquiano en su pueblo natal, Garrucha, el artista Clemente Gerez, hace acopio para embarcarse en una nueva singladura con sus pinceles que llevará por título Otro Mediterráneo, cuyas composiciones volverán a percutir en su otro yo que es ese cielo, esa arena y esa mar salada junto a la que nació y junto a la que sigue viviendo desde su atalaya del Malecón alto. En El Sur Lorquiano, el poeta granadino es la púa del abanico de esa serie artística y pareciera que su duende recorre, a su manera, la brisa, las arenas, los caminos salpicados de pitas y chumberas, el oleaje bravío golpeando la madera y la cal blanca que envuelve como una bruma luminosa las casitas que relucen con la luna.
En esta muestra, Clemente Gerez vuelve a actuar como notario del tiempo, como el viejo escriba egipcio que da fe de un mundo que se nos está yendo, que se nos ha ido, un tiempo que dentro de 40 0 50 años se conservarán en sus lienzos como piezas arqueológicas: las mujeres con candiles en la playa de Garrucha aguardando el barco de sus maridos pescadores; las mulas con los cántaros de agua por las calles empinadas de Mojácar; la ropa de antaño de las mujeres y de los hombres garrucheros, las enaguas, los delantales, los velos en la cabeza por el luto del esposo ahogado, los hombres con los pantalones de mahón arremangados por las rodillas y esos niños pelones que sostienen las madres y que miran al infinito. Y después vemos también, en el trabajo de su espátula, los oleajes, cómo eran aquellas olas de antaño sin nada que las domesticara, con barcos estrellados como La Chuta o varados en la arena con los parales engrasados para zarpar. Y el hogar familiar, con la leña crepitando en la chimenea, las jarras de barro, el almirez antiguo de la madre o el viejo sentando una silla de anea a la vera del camino que pudiera ser La Jara, con el botijo de agua a sus pies y el bastón en la mano.
Clemente Gerez sabe aislarse como nadie en su estudio, en su Museo privado, es como una figura más del paisaje del pueblo que lo vio nacer. Al cobijo de una palmera africana se aleja del mundanal ruido y comienza ese diálogo con el tiempo que nadie como él sabe mantener.
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