El Toto de Roquetas: un tesoro vivo de la tradición marinera

98 años, el más viejo del Puerto y el gusto de conocer hasta a su tataranieta

El Toto, con parte de su gran familia.
El Toto, con parte de su gran familia. La Voz
Melanie Lupiáñez
11:15 • 03 ago. 2024

En una de las casitas de pescadores de Roquetas, donde todavía la gente toma el fresco en la puerta y la Virgen del Carmen guía la buenaventura de las familias, vive Cristóbal, el Toto. Es conocido por ser el más viejo del puerto, 98 años y guarda en su memoria cuatro generaciones anteriores de Chilaos que ya vivían en el pueblo. 



Desde que se casó con Abelina, la Troncha, hace 70 años vive en el mismo sitio y nadie lo moverá. Sentado en ese salón ha visto crecer a 8 hijas, 25 nietos, 30 biznietos y una tataranieta. Abelina parió allí a sus 8 primeras hijas, en realidad alumbró a 10 niñas, pero las dos primeras murieron muy pequeñas. 



Ella murió hace dos décadas, se desplomó en los brazos de Cristóbal días después de una operación. Él le guardó luto cinco años, cada día iba al cementerio a visitarla. Hace poco del aniversario de su partida, el día de Santa Ana, patrona del barrio y figura de devoción para la familia por eso Cristóbal la recuerda solo empezar a hablar.  



Uno se hace de los lugares de donde es y de quienes se rodea. Ahora parece una gran hazaña tener ocho hijos, pero según aseguran las hermanas era lo normal en la época. La más mayor de ellas tiene 70 años y la menor 48. Ellas recuerdan jugar en la calle cuando no había Club Náutico. 



“Tendíamos la ropa ahí, donde ahora están todos esos triple. En esa misma calle se ponía el pescado, imagínate cómo olían luego los trapos”, dice una de ellas. Actualmente la zona urbana es una de las mejores valoradas del pueblo, pero conserva su esencia marinera. 



Todavía pueden verse vestigios de una cultura que en nombre de la modernidad amenaza con desaparecer. Como las macetas que adornan las fachadas mimosamente, plantadas en bidones de plástico recortados o en tarros de loza. Cuando pasas por allí si te quedas mirando los vecinos te preguntan que si te pueden ayudar y, la siguiente cuestión, algo más profunda, es que de quién eres. Entonces tienes que dar el apodo de tu familia, porque así se conoce a la gente de toda la vida en los pueblos. Y después está el olor a carretillas de azafrán y salitre, algo que no puede ser más roquetero. Pero no tan original como el Toto, a su nivel pocas llegaremos.  



Él ha crecido en el puerto, pero cuando no era puerto, porque el pueblo eran dos calles: la calle Faro y la Iglesia de Roquetas. El hombre iba a pescar con su padre a la Pachanga hasta que la Guardia Civil lo prohibió. “Y ahora se mete la gente con las pistolas, ¿tú lo puedes creer?”, dice indignado. Él ha visto el territorio virgen de las Marinas y como hombre de mar, y artes pesqueras, aborrece la pesca submarina con arpón. 



El Toto ha dedicado toda su vida al mar, se embarcaba para la pesca del atún, la almadraba o iba a Huelva hasta que se jubiló algo más joven que en las profesiones terrestres. Pero no se alejó mucho del puerto. 


“Me levantaba a las cuatro de la mañana, echaba el volantín y me sentaba en el muelle. Sacaba robalos”, dice él. Vendía este pescado tan preciado por los mejores restaurantes, pero no me dijo a cuánto le pagan el kilo, ni lo dirá. Era el único que practicaba este arte en el puerto, porque lo prohibieron. El Toto pescó al volantín hasta hace cuatro años, era el único que a pesar de la pandemia podía entrar al muelle. 


Para su otro oficio solía contar con la ayuda de cómplices: una hija, una nieta, la que estuviera por allí cerca. Y es que en casa del pobre hasta el que es feto trabaja, ley de leyes que Calle 13 hizo música. Una de sus nietas, que ha heredado los preciosos ojos azules de la abuela, recuerda montarse en la parte de atrás del ciclomotor para ir a recoger caracoles. 


Todas trabajaban, la madre se iba a recoger présules a las huertas cuando todavía no había invernaderos en Almería. La hija mayor recuerda ir con ella a faenar, y el nacimiento de la agricultura intensiva que literalmente tuvo lugar a 300 metros de su casa en primera línea de playa. 


El Toto nunca se sacó el carnet de conducir e iba a pata o en moto a todas partes. “Ahora solo puedo andar agarrado”, dice El Toto enrabiado. Hace un mes que pasó el COVID y se resintió su salud, ya no puede bajar los 16 trancos que los separan de la calle. Sus hijas dicen que es tremendo, como un GPS. 


El día de la entrevista la familia se reunió para tomar la foto de el Toto con todas sus mujeres, pero faltaban, solo consiguen reunirse en bodas, bautizos y comuniones. Uno de sus biznietos se sentó junto a él, lo abrazó por la cabeza mientras acercaba la suya, el Toto sonrió y le dijo al muchacho que se comiera un polo. Así como cualquier abuelo que ha pasado una guerra, hambre y fatigas.


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