La huella de la piratería y el corso en la costa de Almería

Durante el siglo XVII, las playas almerienses fueron apodadas como ‘la costa de los piratas’

Una recreación de un barco pirata al atardecer. Fotografía de Depositphotos
Una recreación de un barco pirata al atardecer. Fotografía de Depositphotos La Voz
Elena Ortuño
13:11 • 07 ago. 2024 / actualizado a las 20:37 • 11 ago. 2024

No siempre se conoció a la provincia de Almería con un nombre tan agradable y cálido como el del lugar donde el sol pasa el invierno. Hubo un tiempo en el que el Mediterráneo tiñó sus aguas de escarlata e inundó las costas de terror. De la mano de corsarios y piratas, el antaño ‘Mare Nostrum’ tornó su nombre a ‘Mar Maldito’, una toponimia que se extendió por las riberas del sur y del Levante de la península ibérica.



Las playas almerienses no se escaparon de ser heridas por las anclas de sus barcos hasta tal punto que, durante la Edad Moderna, los arenales de la provincia eran conocidos como ‘la costa de los piratas’. Estos personajes, más conocidos por el público general a través de la gran pantalla que por los libros de historia, dejaron constancia de su existencia en los muros de las fortalezas de la costa almeriense y en un reguero de playas con nombres marcados por la ondeante bandera de los extranjeros.



Auge de la piratería



A pesar de su sempiterna presencia, la piratería en la costa almeriense vivió sus momentos álgidos a partir del siglo XVII. Entre 1609 y 1614, el rey Felipe III expulsó definitivamente a los moriscos de España, el mayor éxodo sufrido en el reino. Alrededor de 300.000 personas abandonaron las tierras españolas para asentarse en el norte de África y convertirse potencialmente en los piratas y corsarios más peligrosos de la zona: conocedores del territorio almeriense y deseosos de hostigar a los cristianos viejos que los obligaron a dejar su hogar; así lo cuenta Francisco Andújar, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Almería.



Cuentan las crónicas que las galeras procedían de los puertos de Túnez, Argelia, Tánger y, especialmente, del Magreb, la zona más temida de todas, pues era la tierra natal de los conocidos bereberes. También se dice que las calas almerienses eran un varadero perfecto para esconder con ramas y vegetación de la zona las naves de los galeones españoles que patrullaban los mares.



El legado pirata en Almería



Conforme el sol baña de nuevo los pueblecillos pesqueros de Cabo de Gata, una galera se va acercando en silencio, arrastrada por las olas y el viento mañanero. Se trata de una galera cargada con marineros armados hasta las cejas y preparados para saquear, robar y secuestrar a los almerienses que tengan la mala fortuna de cruzarse a su paso. 



Esta escena es la que divisaron en repetidas ocasiones los vecinos de la zona durante la primera mitad del siglo XVII y es también la forma en la que logró la fama un corsario argelino conocido como Morato Arráez. Se dedicaba sobre todo a las razias: búsqueda de botín humano para venderlo luego en el mercado de esclavos en el continente africano, o para intercambiarlo directamente en la propia costa almeriense por dinero, a modo de rescate.


Desde Alicante a Cabo de Gata, su actividad durante los primeros años del 1600 no tuvo parangón. Prueba de ello es la Isleta del Moro, también llamada La Isleta del Moro Arráez, por una pequeña isla a pocos metros de la población, frecuentada muy a menudo o por la tripulación del argelino o por otros piratas que compartían 'apellido', ya que ‘arraiz’ en árabe significa ‘capitán de barco’.


Menos contrastada, pero también posible, es la leyenda que rodea a Las Negras. Cuentan que una noche los hombres de la población de San Pedro levaron ancla para adentrarse en el mar y nunca más regresaron. Sus mujeres, a partir de ese momento viudas, fundaron un nuevo asentamiento que tomaría su nombre por el luto de sus habitantes.


Aunque fueron los vecinos de la villa de Adra los que vivieron uno de los ataques piratas más intensos, también Vera y Mojácar sufrieron su indefensión ante los continuos desembarcos de estas aterradoras figuras. La primera quedó especialmente desprotegida a causa de un terremoto que había medrado de forma considerable sus defensas, derribando tanto su fortaleza como sus murallas e, incluso, gran parte de las viviendas. 


La Corona fue consciente de la importancia de preparar la defensa solo cuando la amenaza de un sanguinolento personaje pelirrojo se cernió sobre las costas de Almería. A pesar de los rumores, Barbarroja nunca llegó a desembarcar y así la orilla almeriense quedó de nuevo abandonada por sus monarcas, enfrascados en enfrentamientos que atrajeron la enemistad de nuevos corsarios, como los holandeses o los franceses, a raíz de la Guerra de los 30 años.


Una hilera de fortalezas

Cualquiera que haya sentido el cosquilleo de la arena de la playa de San José o se haya sumergido en las transparentes aguas de Rodalquilar, junto al castillo de San Ramón, habrá percibido la de santos que bautizan las riberas de Almería. Desde Cartagena hasta Málaga, un reguero de fortificaciones vigilan las aguas del Mediterráneo.


La transformación defensiva en Almería llegó en el siglo XVIII de la mano de Carlos III, quien, al fin con un poco de sentido común, decretó la construcción de varias baterías y torres de vigilancia para protegerse de los ataques por mar. Todas las edificaciones fueron llamadas con nombres cristianos para lograr su protección frente a los saqueadores que, en su mayoría, se adscribían a la religión islámica. 


Es esta implacable frontera de piedra formada a base de fuertes -como San Pedro, Santiago, San Felipe, San Francisco de Paula, San Miguel y los ya nombrados San José y San Ramón- la que hoy recuerda el pavor que los ‘bucaneros’ mediterráneos inundaban en las gentes de Almería. Atrás quedan las galeras con banderas negras y el abordaje en las cristalinas y paradisíacas playas de Almería.


Fotografía de Jeneva86 descargada de www.depositphotos.com 


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