Pudiera ser que sonara un tema de los Bee Gees o de Adamo, pero el padre González siempre apagaba el tocadiscos en cuanto una pareja se aproximaba un poco más de la cuenta mientras bailaba. Era la norma de los bailes de domingo por la tarde en aquel salón que se llenaba de adolescentes en busca de una ilusión en forma de primer amor.
Antes de que las cosas llegaran tan lejos, los chicos tenían que reunir el valor suficiente para pedirle un baile a la chica elegida. A Pepe, por ejemplo, le costaba horrores decidirse. Iba todas las tardes de domingo al salón de los Dominicos a mirar de reojo a Encarni, desde la inocencia de sus quince años, y ella, fingiéndose ajena a ese mal disimulado interés, se preguntaba porqué aquel muchacho moreno y deliciosamente tímido no era capaz ni siquiera de dirigirle la palabra.
Era el mayo del 68 almeriense y las nueve de la noche representaba una hora marcada en rojo en los relojes de las muchachas, una hora insalvable para que las hijas volvieran a casa. Cuando Pepe decidió levantarse por fin y pedirle un baile a Encarni, eran ya las nueve menos diez. No esperaba un sí por respuesta y todo se precipitó. Apenas quedaba tiempo para sentir por primera vez la cercanía de esa chica rubia de delicadas facciones y mirada llena de vida. Bailaron “Mañana” de los Ángeles y después hubo que salir deprisa porque las nueve estaban a punto de sonar desde los campanarios. Pepe le preguntó si podía acompañarla y ella dijo que sí y, sin que ellos lo supieran entonces, nació una historia de amor incombustible, que comenzó bailando.
Por aquella época de los bailes en los Dominicos, Pepe Gonzálvez había comenzado a trabajar como técnico de radio en Radiosol a la vez que estudiaba por la noche en la Escuela de Maestría. Encarni Rivera iba al Instituto Femenino. Después de los primeros tanteos, el noviazgo se fue consolidando. Ya no era el salón vigilado por el padre González sino el patio del Casino, el escenario de aquellos bailes dominicales cargados de contenida pasión juvenil. Encarni, entraba gratis, como las demás chicas, pero José tenía que ingeniárselas para no gastar su asiganción semanal sólo con pagar la entrada. Por eso, se colaba en los servicios del bar que había en la calle General Segura y que eran comunes con los del patio del Casino. Y a bailar.
A él no le gustaba demasiado el baile, pero ella disfrutaba tanto que no quedaba otra opción: hacerla feliz en esas breves horas que quedaban para los novios después de una semana de trabajo y de horarios estrictos. Por eso, a los dos les pareció increible la Nochevieja del 71. Gracias a unas mentiras inocentes José y Encarni vivieron una experiencia que nunca olvidarían: bailar toda la noche en la discoteca Nipper de Roquetas, a la que llegaron pletóricos de ilusión en un Seat 600 recién comprado. Bailar juntos, muy cerca el uno del otro, seguía siendo una especie de ritual para su historia de amor.
Los años comenzaron a pasar con sus exigencias y sus retos: el trabajo, la casa, los hijos, los sueños de familia, las aspiraciones, los logros conseguidos con mucho esfuerzo. Siempre juntos, como en el bolero más encendido; siempre a compás, como en la rumba más animosa.
Hasta que llegó el año 2000 y Pepe, que nunca olvidó lo que el baie representaba para Encarni accedió a ir con ella a aprender bailes de salón a la academia Farbak. Y aprendieron rápido. Descubrieron que había algo entre ellos que facilitaba el dominio de las coreografías, el sentido del ritmo y de la coordinación entre ambos. Pepe confesaba que él no se movía, qu
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