Cuando Huércal de Almería era el arrabal de los señoritos de postín

Cuando Huércal de Almería era el arrabal de los señoritos de postín

Manuel León
13:49 • 12 feb. 2013

Hubo un tiempo en el que Huércal de Almería era la Aguadulce de Almería. Eran aquellos lejanos años en los que las recuas de mulas entraban a la capital pagando fielato por los serones de verduras. Cuando quien no tenía una finca de recreo en ese territorio fronterizo es que no era nadie principal.


De esa época de finales del XIX datan aquellos cortijos y fincas señoriales, como la Casa Grande, de Ramón Orozco, El Canario, de los Torre Marín o Las Mascaranas. Era Huércal, tierra de molineros y fragüeros, de gitanillos de verde luna y panaderías de trigo candeal, como la de la tía Rafaela. Y era, sobre todo, el arrabal de los señores, de los amos, de los señoritos: allí cazaban la perdiz y se solazaban con la moka en sillones de mimbre bajo las teclas de algún piano.


De todo eso trata el libro, humilde pero laborioso, de Andrés Cabrera López, un maestrillo, en sentido lato, velezano de nacimiento y huercalense de entretelas, que cuenta en sus páginas historias captadas de las narraciones orales de lo mayores al sol de la plaza.




Una colección de apuntes


“Huércal de Almería-El arrabal de los señores” es una colección de apuntes sobre uno de los pueblos más prósperos de la provincia, que más ha medrado, desde su independencia de la capital en 1887. En sus páginas está el agua  que brotaba cristalina de la fuente y que servía para los riegos, para llenar los cántaros de las mujeres, para que bebieran las acémilas, para que se lavaran sobre piedra las camisas blancas con jabón Lagarto.




Era un pueblo, entonces, de albeitadores y herradores, de gente con vaquería como Juan Crespo, cuando la parrala de Ramón del Pino, desde la República, conectaba el pueblo con Almería y con Viator; era también un pueblo de bodegas a la vera de los caminos como Santa Ana, La Cepa o la bodega de Manuel Sánchez, junto al antiguo paso a nivel.


En esos días antiguos  aún se limpiaba el panizo, se majaba el esparto, se aventaba el cereal; aún, en esos días, la telefonista Carmela conectaba a los que se quedaban con los que se iban, haciendo brotar la emoción de las palabras a través del éter.




Era Huércal el pueblo de Juanico el Latero, del Maestro Nariz el Molinero. Era y es un arrabal, siempre a la sombra de su madrastra capitalina. Un pueblo hecho a pulmón por sus benditos moradores. Un territorio de gente humilde, sin trampa ni cartón, como nos cuenta el maestro Andrés en esta historia sencilla y deliciosa.



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