Sería demasiado fácil considerar que es la luz la esencia de la fotografía. Demasiado sencillo cuando una foto es un relato o un ensayo que no se detiene en lo meramente formal, para no sustraerse a los condicionantes del tiempo o de las circunstancias. Carlos Pérez Siquier lo entendió así desde que se acercó en los años cincuenta a un escenario humano y social como la Chanca, con su Contact cargada con una película que él mismo preparaba con restos de cinta cinematográfica. Ahora, recorriendo la colección que reúne una selección de aquellos años, a Pérez Siquier le sobran argumentos para hablar de la dimensión humana como la verdadera razón de ser de la fotografía a la que, según dice” le debe todo. Tanto como la fotografía le debe a él, según ha quedado patente de parte de la crítica y de sus compañeros de armas.
Mediterránea Todo comienza con una poderosa panorámica de la ciudad mediterránea que es Almería, presidida en un primer plano por un burro que parece ajeno a todo lo que le rodea. Carlos desarma la imagen para dar las claves de esta foto, en cuyo horizonte ha desaparecido el mar, oculto por el muro de cemento del desarrollismo.
El burro se convierte así en una alusión directa a los responsables de esta contradicción. La foto se convierte en un poderoso mensaje visual que, además, incluye una reflexión o una declaración de principios. El fotógrafo desgrana sus inquietudes artísticas, entreveradas de su propia experiencia vital. Imposible separar la una de la otra cuando afirma que su trabajo “no tiene referencias ajenas fruto de la superficialidad estética. Sólo se orienta a las personas. Por eso no pasa nunca de moda”.
Reconoce Carlos que hace muchos años, cuando ya la fotografía le había liberado de otras ocupaciones menos amables, llegó a envidiar a otros fotógrafos que viajaban por el mundo para hacer su trabajo. Pero, ese sentimiento duró poco, cuando percibió que todo lo que da de si la vida estaba a su alrededor, al alcance de la mano y del objetivo de su cámara. Estaba en La Chanca, cuyo caserío definió Goytisolo como “unos dados arrojados al azar”. Allí estaba toda la vida explicada con lujo de detalles en las miradas subyugantes que él captó como nadie. Esas miradas que, en sus fotos, se disputan la luz con las paredes encaladas y que desarman al espectador porque cuentan historias que casi nadie se había reparado antes en ellas. Ahí está uno de los secretos. En “ver” esas historias en la inmediatez del disparador, en la profundidad del objetivo.
Carlos se detiene en cada foto y le concede palabras a las imágenes. Recuerdos, anécdotas y nombres, en muchos casos. La memoria es tan importante que el fotógrafo asegura desde su experiencia que “para ver hay que haber visto antes”. Algo así como un aforismo que define la capacidad del fotógrafo para otorgar a su obra la intemporalidad que necesita.
Almería se hace también intemporal recorriendo la secuencia de imágenes en las que parece, a punto de desbordarse, ese vitalismo inexplicablemente optimista en el que se forjó la ciudad que hoy conocemos. Por suerte, las fotos de Pérez Siquier dejaron contadas en su momento las historias de la intrahistoria, los relatos que siguen siendo contados en sus obras como si fuesen cintas sin fin, conectadas entre si.
Ángeles La pose de Ángeles en el quicio de la puerta de su casa lo dice todo. Ángeles es la niña que mira con la dignidad de una pequeña coré al espectad
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