Tan bien resultaron las ediciones anteriores del taller con Antonio López, que ya ha concluido el tercero. Se clausuraba el pasado viernes. Atrás han quedado el olor a óleo fresco, las paletas plagadas de mil y un colores, los caballetes, los carboncillos, los aceites y, también, los consejos del pintor más reconocido de España y más internacional del momento. Una treintena de pintores han sido los afortunados y durante toda una semana han plasmado en sus lienzos lo mejor de sí mismos.
Minucioso
Han sido muchas horas bajo la atenta mirada del gran pintor. “Está bien, pero me gustaba más lo que habías hecho antes, me pareció que tenía más fuerza”, dice Antonio López a una de las jóvenes que pintaba un bodegón delante de él.
Al fondo, una chica desnuda posaba para los aventajados alumnos; unos la inmortalizaron con trazos gruesos, otros eligieron pinceles más finos. Los hubo que comenzaron por dibujar el rostro y también quienes optaron por perfilar antes los contornos y el pecho.
Visita inesperada
Mientras todo ello se sucedía y Antonio López iba dando su ‘pincelada’ por aquí y por allá, el penúltimo día de taller aparecían para hacer unas fotografías dos buenos amigos ya del pintor: los fotógrafos Pérez Siquier y Carlos de Paz. ¿Cómo perderse las magistrales lecciones, los cuadros ya concluidos o casi a punto de terminar de los alumnos pintores? ¿Cómo no quedarse a ver a Antonio López el enseñante haciendo su minuciosa tarea en mangas de camisa y sandalias, sin miedo a rozarse con las paletas de óleo que lo plagaban todo? Antonio López dejaba a cada cual trabajar y de vez en cuando, solo de vez en cuando, se acercaba a preguntar, a decir, a escuchar, sobre todo a escuchar. Cada uno tiene su estilo propio y personal y se trata no de cambiarlo, sino de potenciarlo y sacar lo mejor de cada uno. Sus alumnos son ahora mejores pintores que antes -que ya lo eran- y están seguros de que su experiencia les abrirá más puertas que algún que otro título académico.
La guinda del taller la puso el viernes la monografía, de casi 200 páginas, escrita por Juan Manuel Martín Robles, coeditada por la Fundación Museo Casa Ibáñez y el IEA, con la colaboración de Cosentino, para clausurar.
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