Dicen que los libros son como hijos, que se llevan en el alma. Ha fallecido Antonio López Díaz y con él un trocito de mi corazón ha quedado huérfano. Su figura me ha acompañado casi a diario durante más de dos años, en los que despacito me ha ido desgranado su vida, sus penas y alegrías, sus éxitos, sus sueños, sus desvelos. Muchas horas de conversación en su taller, en su casa; muchas notas sueltas, grabaciones de audio, centenares de fotografías… para dar a conocer a un artista indaliano con alma sencilla y manos predestinadas a pinceles y gubias.
Su ausencia me deja triste, pero a la vez, orgullosa de haber colaborado en cumplir su sueño. Estos últimos meses, Antonio no cabría de gozo al repasar los muchos momentos de felicidad que le habían deparado: su obra editada por el Instituto de Estudios Almerienses, una calle en su Alhama natal, el homenaje de instituciones, su gran exposición en el Centro de Arte Museo de Almería, su presencia en los medios de comunicación, el cariño de su gente…
Serenidad
Hasta ayer, sus manos aún firmes seguían moldeando los postreros retoques a su última escultura e irían planificando los detalles de su próximo cuadro… Y ahora se ha ido. Exactamente igual que vivió, sin llamar la atención, despacio, sereno, con la conciencia tranquila de haber hecho su papel de artista sin molestar a nadie. Dejando su impronta decorativa e imperecedera en numerosas iglesias de Brasil, en esculturas de diferentes plazas de la provincia y en la retina de muchos hogares e instituciones donde cuelgan sus pinturas.
Antonio López Díaz fue uno de los jóvenes que formó y agrupó Jesús de Perceval, en los años cuarenta, para integrar lo que denominó Movimiento Indaliano, que supusieron una revolución cultural en la Almería de la postguerra. Su exposición en el Museo de Arte Moderno de Madrid supuso el cenit como grupo y su inclusión en el panorama artístico español. Algunos de sus cuadros de aquellos años, en concreto sus ‘Arlequines’, probablemente sean la mejor representación de su pintura.
Pero ser artista no era un modo de vida rentable en la España de entonces y como casi todos los indalianos y muchísimos españoles buscaron en la emigración lo que no encontraban aquí. Marchó a Brasil, donde puso en práctica todo lo que había asimilado como aprendiz primero y oficial después en el taller de escultura de Perceval. Numerosos templos en San Gonzalo, Patos de Minas, Andradina, Uberaba o en la propia Sao Paulo dan testimonio de su quehacer profesional: grupos escultóricos, bajorrelieves, altares mayores, fachadas, murales… fueron testigos mudos que surgieron de las manos del almeriense.
Su vuelta a Almería en 1962 hizo que rehiciera su vida profesional y su vida artística reintegrándose a la pintura. Su inclusión como indaliano siempre le acompañó, como al resto del grupo, al margen de las disquisiciones críticas sobre si existe un estilo común o son la suma de técnicas individuales que sólo tuvieron como lanzadera la escuela indaliana de Perceval. Su cuadro ‘Niña tendiendo’ de 1974 puede simbolizar esta nueva etapa, entroncando la filosofía estética de lo indaliano con el devenir del tiempo. Sus últimos cuadros, rompiendo todos los esquemas anteriores figurativos, están configurados sobre manchas de colores que constituyen una armonía propia, ofreciendo desde su título común ‘Sugerencias’ una contemplación y comprensión libre de cada espectador.
Un camino propio
E impregnando toda su vida, sus esculturas, grandes y pequeñas, hombres o mujeres en sus quehaceres cotidianos, como homenaje a los oficios perdidos, a las personas que como él siguen su propio camino, cual solitarios corredores de fondo, ajenos al bullicio de su alrededor, con la mirada sólo atenta a la propia senda que lleva a la meta, en este caso el entusiasmo de que sus manos, mediante pinceles, gubias o escoplos, transformasen los objetos de su realidad circundante en lienzos o esculturas plenas de sentimientos y de pasión.
Mª Dolores Durán Díaz es profesora de Arte e investigadora del Movimiento Indaliano.
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