“Tiene la Tarara un vestido verde lleno de volantes y de cascabeles. La Tarara, sí; la Tarara, no. La Tarara, niña, que la he visto yo”, canta Inma Cuesta en La novia al hombre que acaba de convertirse en su marido. La copla, banda sonora de juegos infantiles, se reinventa en la voz y en los gestos de la actriz jienense para sonar cargada de dulzura y sensualidad: las palabras cortan el aire a lomos de una serena tristeza que aflora desde la misma punta de sus labios. Momentos antes, la tragedia ha vuelto a sobrevolar la fiesta nupcial y la aparición de la radiante esposa se antoja capaz de obrar el milagro: detener el drama que el espectador conoce desde el primer fotograma, cuando la protagonista de esta revisión de las Bodas de sangre de Federico García Lorca parece volver del mismísimo más allá, como si naciera de la tierra entre barro y sangre.
El número de ‘La Tarara’ -porque La novia, en el fondo, es un musical que Paula Ortiz teje entre poemas de Lorca y piezas del cancionero popular: un eclecticismo que extiende al cuándo y al dónde- es uno de los momentos más bellos del largometraje y el que, posiblemente, mejor define el tono de una película que huye de la etiqueta de teatro filmado: desde uno de los primeros planos -un yermo paisaje que luego se bañará de muerte visto a través de un desvencijado ventanal, como si fuera una pantalla de cine- la directora (coautora de la adaptación junto a Javier García Arredondo) intenta plasmar en imágenes el mundo poético del genio granadino, ya de por sí cargado de simbolismos: la luna, la sangre, la tierra, los caballos, la noche, la mujer... Y lo consigue, con la complicidad de la fotografía de Migue Amoedo.
Cuando Cuesta canta ‘La Tarara’, la forma se eleva sobre el fondo y el momento parece detenerse. Ortiz juega con el tiempo a lo largo del metraje, comenzando la narración en el futuro para volver al presente y saltar al pasado, usando la cámara lenta, dilatándolo y acelerándolo con el montaje. Como en esa escena en la que el baile en círculo de los personajes se intercala con imágenes de un zootropo, en un juego con el lenguaje visual que remite a momentos de la Blancanieves de Pablo Berger.
Rodada en los Monegros aragoneses y en la Capadocia turca -paisajes desérticos surcados por la memoria del entorno nijareño del Cortijo del Fraile: ay, si la producción hubiera llegado hasta aquí-, fundiendo los escenarios naturales con el alma del propio texto, como hizo Kenneth Branagh en Mucho ruido y pocas nueces, La novia es capaz de reescribir -al estilo Baz Luhrmann pero sin pisar el acelerador- un drama por todos conocido en sus múltiples variantes y de presentarlo a los nuevos espectadores sin traicionar el espíritu lorquiano ni a quienes, como su directora, conozcan a fondo su obra.
El resultado puede producir tantas pasiones como rechazos. Ya saben: ‘La Tarara, sí; la Tarara, no’. Quienes asumimos la arriesgada belleza de la propuesta sólo podemos decir una cosa ante La novia y ante el futuro de Paula Ortiz: sí, quiero.
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