Monsieur Roland Garros es don Rafael Nadal Parera. Señor de París. Dueño del Bosque de Bolonia. Amo de la tierra batida. Eterno en la Ciudad de la luz que cada primavera se encarga de iluminar más con su dulce y a la vez salvaje rutina. “No voy a entrar en una espiral de no valorar lo que consigo. No es lógico”, dijo antes de su undécima final en Roland Garros. Haría mal, sí. Porque lo que consiguió hoy en París no es normal: undécimo título tras frenar al aspirante Dominic Thiem por 6-4, 6-3 y 6-2 en 2h:42. Fuera del alcance del común de los mortales.
Nadal iguala a Margaret Court, la australiana que alzó once Abiertos de Australia entre 1960 y 1973, como el tenista (masculino o femenino) con más títulos en un torneo del Grand Slam. Es el decimoséptimo para él, que vuelve a presionar al ausente Roger Federer (20) en una competición inacabable que embellece los libros del deporte. Con la victoria, además, el balear sostiene su número uno como hizo en Roma. Debía ganar para seguir en la cima, y lo hizo.
Dominic Thiem, señalado como su heredero, dijo tener “un plan para derrotar a Nadal”. Con 24 años, es octavo del mundo (saldrá séptimo), y se presentaba en la final con el aval de un 6-3 en el cara a cara. Como el único hombre que había derrotado al gigante en la alfombra ocre en los dos últimos años. Los cuartos de final de Roma 2017 y en el reciente Mutua Madrid Open. Pero como dijo el ‘killer’ Mike Tyson, que se ha dejado ver por las pistas estos días, “todo el mundo tiene un plan hasta que le sueltas la primera hostia”.
El plan del austriaco pasaba por hacer lo que ha hecho Roger Federer últimamente para vencer al de Manacor. Sacar a revientacalderas (lo hizo por encima de los 220 km/h), meterse a restar pegado a la línea, golpear con violencia (cerraba hasta los ojos) con su derecha y no dar opción a Nadal para entrar en el cuerpo a cuerpo, en esa larga guerra de trincheras de intercambios que sólo ha perdido en dos ocasiones en París (Djokovic en 2015 y Soderling en 2009). El español, por su parte, comenzó presionando el revés a una mano (como había hecho siempre con el suizo), letal a media altura pero no tanto arriba, para descomponer su ataque.
En la primera manga, se siguió ese patrón. Break para Nadal de inicio, contrabreak y nuevo break para 6-4 que fue un jarro de agua fría para Thiem. Nadal encadenó cinco juegos. Del 4-4 del primer set al 3-0 del segundo y tomó una ventaja que fue fundamental para situarse dos sets arriba. Thiem veía delante la montaña de las cinco mangas si quería tumbar al campeón y revertir el escalafón y la historia. Demasiado alto. Demasiado esfuerzo, aunque lo intentó y jugó un partido muy bueno.
En el tercero, Nadal rompió para 2-1 y de repente llegó el susto. El dedo corazón de su mano izquierda se bloqueó, acalambrado. Se sentó con cara de pánico y un fisio tuvo que tratarle. “¡Se me ha acalambrado, no puedo moverlo!”, gritó hacia su box muy preocupado. En la reanudación, Thiem ganaba su juego con facilidad y la asistencia volvía a pista para darle un antiinflamatorio. El corazón se encogía. Había que sostener el servicio y sufrir. Como había sufrido otras veces. Y lo consiguió, incluso logrando otra roturar para el 6-2 final.
Así, Nadal se dirigió a recoger su undécima Copa de los Mosqueteros (con el diez, un número más redondo, se llevó una reproducción de tamaño real a casa). Una dulce rutina de primavera. Una época en la que el balear acostumbra a parar el tiempo desde que en 2005 comenzó a escribir su historia frente a Mariano Puerta. Como en un natural de Antoñete, unos acordes del ‘Ascensor hacia el cadalso de Miles Davis’ o el tiempo en el Macondo de ‘Gabo’ García Márquez. Tiempo parado y feliz. El tiempo de Nadal en París. No por repetido deja de ser grandioso. Al contrario. Once Roland Garros para un Nadal eterno.
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