Este lunes invernal ha llegado precedido de un fin de semana con dedicatoria, dos días, sábado y domingo, que han contado con mayor o menor fortuna con un motivo de celebración. El sábado conmemoramos el Día Mundial de la Radio, un medio que merece no un día sino todos los instantes de nuestras vidas porque la radio es vida ante todo. Ayer, catorce de febrero, el calendario se vistió de corazones rojos y de flechas anónimas para el Día de San Valentín, ese invento algodonado del mundo comercial que se plasma en vitrinas y escaparates para acabar, finalmente, autentificado en los estadillos de las tarjetas bancarias.
Pero tampoco pretendo abominar de esa empachosa tradición que sirve a los enamorados tal vez para descubrir que hay otra vida más allá de la que se desliza por la superficie de los días, que cada uno es todo el mundo para el otro o la otra y que pese a que resulte un tanto inalcanzable el milagro del amor es posible. Pero al igual que en el almanaque hay días para todo, también deberían existir días con otras motivaciones, consagrados a otros sentimientos, a otras efemérides. No entiendo que no se haya instaurado aún el día de los desenamorados, una sola fecha al año que reconozca a aquellos o aquellas que de pronto encuentran vacía la almohada vecina; una jornada que valore la sensación del asiento desocupado del copiloto cuando la mano del conductor busque una mejilla que acariciar, un hueco en las calendas del año que acoja el significado de un solo cubierto de una mesa para dos, Un día en el que alguien repare en quienes escuchan solos el silencio del timbre telefónico y en quienes una mañana sí y otra también solo leen su nombre en los envíos de correos. Un día para quienes no quieren pensar con el fin de que el tiempo corra raudo y arrolle todo como un torbellino; un día en el que no sea necesario rendir culto al amor porque es un extraño desconocido. Pero esos, esos serán oros días.
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