Esta semana se van a cumplir dos meses desde que se celebraron las elecciones legislativas. Dos meses en los que han ocurrido muchas cosas, desde los encuentros del Rey con los líderes políticos en busca de la formación de un Gobierno para España, encargando finalmente a Pedro Sánchez que lo intente, hasta los escalofriantes saltos de trapecio del propio Sánchez para imponerse a su propio partido y convencer a los demás de que él, en efecto, puede hacerlo. Pasando, claro, por el empequeñecimiento de Mariano Rajoy, atenazado por el estallido de casos de corrupción -pasada sí, pero que ahí está- en su partido, y que sigue siendo presidente en funciones, aunque, pese a sus esfuerzos por dar la sensación de que aquí no pasa casi nada, se convierte en una figura cada día más fantasmal, incluso con la lealtad admirable de los suyos, que se resisten a certificar la caída del imperio romano. Que va a ser una caída que arrastrará mucho y a muchos.
El caso es que, al asomarnos al límite de estos dos meses en los que la política nacional ha olvidado los sucesos internacionales, la economía internacional y hasta lo que está ocurriendo en algunas autonomías -porque Puigdemont no pierde el tiempo en su ´procés´ soberanista, alarmando cada día más al 52 por ciento de los catalanes que no quieren la independencia-, constatamos que son sesenta días que no han servido de nada.
Seguimos como lo predijo todo el mundo antes del 20-D-2015: preguntándonos si Rajoy ´sí o no´ -aunque ya parece irreversible su ocaso: ahora tiene que elegir en qué páginas de la Historia quiere colocarse-, si Sánchez ´sí o no´ -mucho va a depender, se supone, de los frágiles acuerdos a los que pueda o no llegar en las próximas horas-, si Pablo Iglesias ´sí o no. O cuánto de sí hay que darle a Albert Rivera, el novio deseado por todos*menos por el líder de Podemos, claro, que se ha declarado incompatible con Ciudadanos. Tan incompatible como Ciudadanos con los morados. O como Sánchez con Rajoy.
Es decir, que seguimos sin Gobierno y sin atisbar qué Gobierno tendríamos en el caso de que Sánchez lograse la cuadratura del círculo entre tanto veto, tanta incompetencia, tantos personalismos y tanta suspicacia. Algunos sondeos certificaban este domingo algo que ya también se iba intuyendo: que los españoles están hartos de la situación que ha propiciado su clase política --que no, desde luego, los propios votantes, como quisieran algunos- y que muchos se resignan a unas nuevas elecciones como mal menor si la contrapartida es tener a Pablo Iglesias en la vicepresidencia y a una amalgama de partidos sentados en el Consejo de Ministros o en sus aledaños de influencia.
No estoy seguro de que esas nuevas elecciones, con los mimbres legales actuales, desbloqueasen la situación y sirviesen para otra cosa que para certificar que, con la Constitución y la normativa electoral como están, el resultado sería más o menos el mismo, escaño arriba, escaño abajo... Excepto, claro está, que ese porcentaje del 73 por ciento de ciudadanos que votó el 20 de diciembre se reduciría, por el desencanto, bastante. Mucho, porque la desconfianza no ya solo en los políticos, sino en esta forma de hacer política, acabará llevando a una crisis en el sistema aún más profunda que la que ya padecemos.
Constatamos, pues, que hemos perdido dos meses. Las posibilidades de Sánchez, que tan seguro se muestra de poder formar Gobierno a comienzos de marzo, de poder lograr su objetivo, con Podemos, o con Podemos absteniéndose en su investidura -eso lo tendrían que ver mis ojos-, se ven tenues.
Hay que temer a los idus de marzo. Muchos estamos ya casi deseando que lo consiga, que cuadre ese círculo infernal y que gane, al menos, ese año y medio de Legislatura necesario para hacer las reformas que estabilicen lo que, en tres décadas ( más dos meses), los representantes de los españoles se han negado a estabilizar: no pensaron en el futuro a medio y largo plazo y no propiciaron reformas evidentes en la Constitución -Rajoy, de hecho, sigue reticente a propiciarlas, construyeron una normativa electoral sectaria y egoísta, dejaron tal cual los reglamentos del Congreso y el Senado, no profundizaron en los logros de la democracia, mantuvieron las tremendas desigualdades sociales y económicas. He aquí el resultado: la tormenta perfecta sobre nuestras cabezas y la casa, sin barrer.
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