A Canal Sur pongo por testigo que el martes 9 de febrero y en su tertulia del “Buenos Días” hice una previsión a medio camino entre la aritmética y el riesgo. Sostuve entonces -como vengo haciendo desde la misma noche electoral- que el acuerdo entre PSOE y Podemos se acerca más a la quimera que a la probabilidad y que la llegada al gobierno de los socialistas será de la mano de Ciudadanos o no será. La apuesta es arriesgada porque la matemática hace más viable numéricamente el acuerdo de izquierdas que el pacto de centro izquierda. PSOE y Podemos suman 160 diputados, mientras que Sanchez y Rivera alcanzan solo los 130. Aquella afirmación televisiva no fue el fruto inesperado de la intuición; fue la cosecha de un ejercicio tan fácil como la suma. El día 5 de marzo lo que va a decidir si hay gobierno o no es la diferencia numérica entre el “Sí” o el “No” a Pedro Sánchez. Hasta ahora todas las variables aritméticas y programáticas se inclinan por la supremacía del segundo sobre el primero. Todas, menos una y, no hay que olvidarlo, con una condición de alta incertidumbre.
Cojan papel y lápiz. Socialistas y Ciudadanos, solos, suman 130, una cifra a todas luces insuficiente… salvo que pueda aumentar con el apoyo de otros grupos. Es a lo que se ha dedicado Pedro Sánchez desde el día del encargo Real. Los juegos florales con Podemos acabaron sepultados por el telón de la insalvable línea roja del derecho de autodeterminación y el PSOE se lanzó a la búsqueda de otros apoyos a derecha e izquierda. Sus reuniones con Garzón (dos diputados), Compromís (4), colación canaria (1), el PNV (6) y Ciudadanos (ignorando el ultimátum de Iglesias: si negocias conmigo no puedes negociar con Rivera), no persiguen otra cosa que alcanzar en la segunda votación de investidura los 143 votos afirmativos que le harían presidente frente a los 142 negativos que sumarian los 123 del PP, más los 17 de los independentistas catalanes y los dos de Bildu. Estas son las cuentas de Sánchez.
Unas cuentas que no valen para nada si Podemos- aquí aparece la incertidumbre de alto riesgo de la que hablaba hace unas líneas-decide sumarse al bloque del “No” con populares e independentistas, pero que daría la presidencia a los socialistas si optan por la abstención.
El problema de creerse el más listo de la clase es la altísima probabilidad de que quien se lo cree acabe padeciendo el mal de altura, una patología que hace olvidar aquel consejo tan certero de El Quijote en el que maese Pedro recomienda “llaneza muchacho, llaneza; no te encumbres que toda afectación es mala”.
Caminando bajo el palio de los platós, Iglesias se ha dejado confundir por el elogio de la nueva casta periodística madrileña y en su desprecio a Sánchez llevaba el pecado de ignorar que el PSOE no es sólo un coro ansioso de llegar al poder; es, también, un partido centenario acostumbrado a navegar por tierras pantanosas con el cuchillo táctico entre los dientes.
Sánchez estuvo políticamente muerto desde el 20 D hasta el 22 de enero. Aquella tarde Rajoy, con su negativa a aceptar el encargo del Rey de intentar formar gobierno, le saco de la UCI. La Iglesia Marianista de los Ultimos Días (que definición tan lírica de Manuel Jabois en la Ser) obró el milagro que nadie esperaba: le resucitó.
La política perdona la ausencia de aciertos durante años; lo que condena a cadena perpetua es la comisión de un error en el segundo más inoportuno.
Nadie puede defender con certeza cómo acabará aquel error de Rajoy. De lo que nadie duda es que, desde aquella tarde en Zarzuela, el argumento se invirtió y los actores vieron cambiados sus papeles. El Gobierno, Rajoy y su partido (el más votado, no se olvide) pasaron a secundarios, cercanos a la irrelevancia; Sánchez acapara el centro del escenario; Rivera interpreta el papel de coprotagonista y Pablo Iglesias se ha encontrado con una encrucijada en la que tendrá que escoger si opta por las bambalinas o por el patio de butacas. De todos, él es el más confundido al encontrarse con un escenario no previsto.
Tras los resultados de diciembre, la necesidad que acuciaba al candidato socialista por su histórica derrota encontraba acomodo aparente en el delirio estudiadamente eufórico de un Pablo Iglesias que lleva dos años creyendo (y haciendo creer a sus fieles) que está en las puertas del cielo presto al asalto que les conducirá a la gloria.
El triunfalismo es una fiebre que solo baja el calendario. Han pasado diecinueve días desde que el Rey encargó a Sanchez el inicio de conversaciones para intentar formar gobierno y el espectáculo ha cambiado.
PSOE y Podemos se alejan porque nunca estuvieron juntos. Cuando compites por ocupar un mismo espacio puedes coincidir en la táctica, pero es imposible confluir en la estrategia. Iglesias quiere arrebatar al PSOE la supremacía electoral de la izquierda y esta aspiración, legítima, hace imposible la confluencia. Sánchez y su club de fans de la ejecutiva- ese coro que tan bien canta sus alabanzas-, quizá lo creyeron viable obligados por la inevitabilidad de agarrarse al único clavo que les quedaba para evitar el naufragio de sus aspiraciones personales, pero pronto se dieron cuenta que el clavo era tan ardiente que amenazaba con quemarles la mano y precipitar el hundimiento.
Les ha costado tiempo, pero ya cada uno conoce los riesgos que corre en la partida.
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