Una astracanada como la del hotel del Algarrobico no debe –no puede- tener un final razonable o sujeto a las coordenadas racionales de la lógica argumental. Lamento enfriar el ánimo de cuantos saludaron con candorosa emoción la reciente sentencia del Tribunal Supremo que declaraba ilegal al entrañable hotel y anticipaba su demolición, pero el caso está condenado a seguir la tortuosa espiral del despropósito que se inició cuando alguien se vio con la fuerza política suficiente como para fabricar un marco jurídico adecuado a una obra en un lugar inapropiado. En todo caso, la demolición está en manos de una “comisión mixta” formada entre un gobierno en funciones –ahí es nada- y la Junta de Andalucía, que ostenta el primer puesto en el escalafón europeo de organismos incumplidores de sus propias promesas. No me digan que la cosa no promete. De momento, tras la primera reunión ya se están marcando los tiempos y las formas: “Sin plazos”, dice la ministra y “si por mí fuera, ahora mismo, pero no puede ser”, dice el consejero. (Intuyo que esta comisión nos va a dar días de gloria) Contribuyendo al espectáculo, los ecologistas empiezan a hablar de una “demolición inclusiva”, que vendría a ser un desmantelamiento minucioso del mamotreto para aprovechar las materias primas. En este punto sería hermosísimo conocer el encaprichamiento de algún magnate (antes eran americanos, ahora chinos) que quiera trasladar el hotel pieza a pieza para montarlo luego en otro lado, como pasó con el patio renacentista del castillo de Vélez Blanco, o en la ficción, cuando al Ciudadano Kane le daba por coleccionar claustros europeos en su rancho en cajas. Y cómo éramos pocos, el PSOE también ha entrado en escena, hablando ya de una gran bolsa de trabajo fruto del derribo. Como verán, no estamos ante un hotel malogrado; estamos ante la gran novela-metáfora de la España del S.XX.
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