El síndrome de Ulises

Julio Béjar
01:00 • 02 mar. 2016

Vivir varios años en el extranjero me ha ayudado a entender que en cualquier parte del mundo el humano es igual de gilipollas. Da igual el país, la época o su nivel de desarrollo cultural y tecnológico; sólo hay que pensar en aquella Alemania fascinada por el Nacionalsocialismo a pesar de encabezar el progreso científico en los años 30. Siempre existirán entre nosotros más semejanzas que diferencias aunque los nacionalismos se empeñen en lo contrario. Todos los nacionalismos vienen a significar lo mismo: un racismo parapetado en el orgullo de ser diferente. Quizá todos menos el iberismo, ese nacionalismo bienintencionado para pardillos que creyeron alguna vez en la conciliación y el reconocimiento del otro para encontrarse a sí mismo.
Tengo claro que el nacionalismo es malo porque el orgullo de pertenecer a un lugar impide amar a otro, ese orgullo camuflado en la sombra de palabras demasiado grandes como ‘patria’. Pero no tengo tan claro que viajar pueda curarlo. ¿Acaso los turistas regresan más cosmopolitas que cuando se fueron? Sacralizar el viaje como una revelación sólo contribuye a banalizarlo. Una bella instantánea es la máxima aspiración posible para algunos viajeros, esos que según Franz Bartelt “atraviesan un país y por el hecho de atravesarlo estiman que lo conocen y pueden decir que sus habitantes son maravillosos, y no se privan de dar lecciones históricas, de contar detalles exóticos y anécdotas edificantes”.
No basta con viajar, hay que abrir lo viajado, anidar las huellas del viajero. Nunca me creí a esos súper-aventureros que dicen haberse encontrado a sí mismos al atravesar aquel remoto desierto en sus últimas vacaciones. Sólo te encuentras a ti mismo cuando no te queda más remedio, cuando el desarraigo es total, cuando cada paso aleja tu horizonte de expectativas. En eso consiste el síndrome de Ulises, en sentirse extranjero en cualquier parte del mundo, en descubrir que Ítaca puede defraudarte.
Ayer vi ‘En tierra extraña’, un documental de Icíar Bollaín que recoge los testimonios de varios españoles residentes en Edimburgo. Algunos no sabían cómo presentarse, si emigrantes, exiliados o refugiados, pero todos coincidían en que aquella “movilidad geográfica” no había sido lo que esperaban. Cuesta entender cómo hemos pasado de ‘Callejeros Viajeros’ en Bora Bora a un documental sobre jóvenes emigrantes. Cuesta entender que un divertido año Erasmus pudiera derivar en una fractura identitaria. Que les hablen a ellos de orgullo nacional. Que les hablen a ellos de encontrarse a sí mismos.







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