Aunque el primo de algún político relevante opine lo contrario, existe un amplio consenso entre los científicos para alertar de las consecuencias del calentamiento global y su incidencia en nuestro medio ambiente. Incluso los países más dependientes de las fuentes energéticas tradicionales comienzan a entender también que el problema es ineludible y afectará a todos. Hay datos que instan a actuar con celeridad, como se ha puesto de manifiesto en la Cumbre del Clima de París. Uno de ellos apunta a que la degradación no es lineal. Algunos condicionantes no controlados pueden acelerar los efectos y acortar los tiempos hacia un punto de no retorno en el que el ecosistema del ser humano se alterará de forma irreversible.
La transición energética, acompañada de una reducción significativa de emisiones contaminantes, no parece a estas alturas una opción, sino una necesidad que hay que abordar lo antes posible.
El negacionismo parece ir ligado a intereses económicos y geoestratégicos que poco tienen que ver con los intereses generales y con los datos que manejan los especialistas. Los más reacios, sin embargo, comienzan a aceptar la necesidad de emprender políticas proactivas de cambio energético y a asumir el hecho de que no es un problema localizado y exclusivo de los países más industrializados. Por el contrario, los efectos más perniciosos parecen afectar especialmente a los países en desarrollo.Las nuevas políticas energéticas deben comportar también una renovación en los planteamientos políticos y sociales. Más que apuntar estrategias en abstracto y declaraciones de intenciones, las medidas han de concretarse en planes específicos que estimulen un crecimiento ordenado y con unos objetivos precisos y cuantificables.
Si los almerienses queremos dar un salto cualitativo que nos sitúe entre las provincias que están a la vanguardia de la renovación energética, esta nueva política ha de comportar, ineludiblemente, un cambio de mentalidad que afectará a nuestra vida cotidiana y que, sin duda, vendrá acompañado de una modernización del sector público y un deseable fomento de las inversiones privadas. Desde las administraciones se tienen que proponer políticas en este sentido pero debemos comprender, en última instancia, que el desarrollo sostenible es una actitud social que puede y debe ser impulsada desde la ciudadanía.
La exigencia de un transporte público realmente eficiente alimentado por energía eléctrica, una mayor concienciación en la necesidad de optimizar los procesos de reciclaje y el tratamiento de residuos orgánicos, el uso creciente de energías limpias -la solar y la eólica como horizonte- y un ahorro energético que reduzca entre el 25% y el 30% las emisiones contaminantes de CO2 en una primera fase son aspectos que están a nuestro alcance y que deberían fijarse como objetivos prioritarios en las políticas locales y regionales.
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