En las últimas Navidades, antes de la llegada de los Reyes Magos, me jugué dos cenas con otros tantos amigos a que Pedro Sánchez sería presidente del Gobierno, con el apoyo implícito o explícito de Podemos.
Yo seré el invitado, si Sánchez es investido presidente, o seré el pagano, en el caso de que vayamos a nuevas elecciones. El resultado de la apuesta tendrá lugar en el restaurante "La Chalana", en Madrid, por lo que, de cualquier manera, esta primavera disfrutaré de dos mariscadas.
Si la factura corre a mi cargo, será una buena manera de celebrar que la pesadilla pasa de largo, y si soy el ganador, no conozco mejor manera de prepararme para el futuro que nos espera, que la reconfortante compañía de las zamburiñas y el bogavante a la plancha.
Y no es que desconfíe de las capacidades intelectuales de Pedro Sánchez y de Pablo Iglesias, sino que desconfío de una realidad económica poco amable, y es que, entre los intereses de la deuda y la partida que hay que reservar para los trabajadores en paro, cada año debemos reservar unos 70.000 millones de euros, que es una cantidad mareante. Como tanto uno como otro no han explicado de dónde van a sacar los recursos económicos para estas dos partidas concretas, y todavía quieren aumentar más el gasto, supongo que, a la hora de cobrar la nómina, vendrá un agente del gobierno a recoger el sobre, nos dará algo de calderilla para comprar el pan, y se quedará con el resto para hacer felices a los españoles que tanto les votan.
Visto lo cual, he decidido -y así lo he comunicado a los otros dos apostantes- que a la cena incorporemos a nuestras esposas, por si son las últimas zamburiñas de nuestra vida.
Dice mi tía Pascualina que no hay mal que cien años dure, pero en Venezuela llevan ya más de tres años con Maduro, y cada año tiene doce meses. O sea, una manera física de acercarnos al conocimiento abstracto de la eternidad.
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