Hay escritores que necesitan contar los grandes misterios de la naturaleza , bien sean desde la tierra, del espacio y del mar; otros en cambio se sienten más motivados con las hazañas de las historia cuyos protagonistas suelen ser los hombres célebres. Y hay unos terceros que ponen el foco en la extraordinaria vulgaridad de su vida cotidiana pero que pese a todo saben sacarle unos melancólicos destellos que emocionan a los lectores.
Entre estos últimos estaría la escritora Alice Munro, Premio Nobel de literatura de 2013, a quien no en vano llaman la “Chéjov canadiense”. Esta Semana Santa que pasó maté mis horas libres leyendo su undécima colección de cuentos que aquí en España aparecieron bajo el título de “Mi vida querida” ( 2012). Pensé que para hacer frente a toda la parafernalia bíblica de las grandes superproducciones cinematográficas, así como al duelo procesional de trompetas y tambores, lo mejor era recluirme en la lectura de esta mujer. Me hago la misma pregunta que Antonio Muñoz Molina en la nota introductoria de contraportada: “¿Basta un beso robado, un salto de un tren marcha, la sombra furtiva de una mujer, una borrachera de media tarde o las preguntas arriesgadas de una niña para conformar un mundo que tenga peso propio y cuente la vida entera?” Pues sí, yo no lo pongo en duda cuando se junta el sabio arte de narrar con una sensibilidad extraordinaria para dar cuenta de lo bueno y de lo malo de la vida.
La simple despedida de una hija desde el andén, las emociones de una maestra en un aserradero de montaña, la crisis matrimonial, el divorcio y el primer embarazo, una pobre enferma que vigila tu casa como si fuera una amenaza de otro mundo cuando solo son recuerdos de la infancia, la niñez, las primeras amistades, el cambio de casa, los contrastes educacionales con el mundo de los padres, el amor por el paisaje etcétera son la materia prima de estos cuentos. Al final del libro destacan cuatro capítulos autobiográficos de los que no se olvidan: “ Vivía, de pequeña, al final de uh camino largo, o que a mí me parecía largo. Al volver a casa de la escuela, y más tarde del instituto, dejaba atrás el pueblo de verdad ,con su tragín y sus aceras y las farolas para cuando oscurecía.”
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