Hay quienes tienen en casa una bicicleta estática para recordarse a sí mismos sus kilitos de más (algunos incluso hasta la usan). Es una forma de tortura mental. Por suerte, la bicicleta acaba camuflándose con el tiempo entre el mobiliario doméstico, si antes no acaba en el trastero con otros cachivaches, manuales de inglés, libros para dejar de fumar y demás promesas de Año Nuevo.
En cambio, yo tengo en casa una máquina de escribir antigua, una Remington de los años 60 que compré en un marché aux puces de Lyon. Cada cual es libre de elegir con qué se tortura.
La tengo en un lugar bien visible del salón para recordarme que debo escribir todos los días, o, al menos, eso cuento cuando algún invitado curioso me pregunta por ella. No la uso para escribir –eso ya sería sadismo–, aunque si lo hiciera este oficio mío de juntar palabras me saldría menos caro, ya que por el mismo precio de un cartucho de tinta para impresora hubiera podido comprar tres máquinas como mi Remington.
Pero, ¿por qué un litro de tinta cuesta más que uno de Chanel nº5? Para que, entre otras razones, copiar un libro salga más caro que comprarlo. Uno de los factores que disparan el precio de la tinta es el canon digital, residuo de aquella ley Sinde aún más anacrónica que mi querida Remington. Hacer una ley en el siglo XXI sobre la propiedad intelectual sin tener en cuenta la revolución de Internet conduce inexorablemente al fracaso. Ahora “compartir” no significa lo mismo.
Imaginemos: si hubiera querido comenzar una carrera literaria en los años 60, habría tenido básicamente dos opciones: colaborar con algún periódico local escribiendo una columnita semanal o comerle la oreja a un editor atrevido para publicar mi manuscrito lleno de tachones (las Remington de los 60 no tenían la tecla tipex) y efervescencia adolescente. En cambio, si la comenzara en 2016 tendría, además de las dos anteriores, la opción de abrir un blog bajo a una licencia Creative Commons para que mi efervescencia adolescente pudiera expandirse por la red dentro de la legalidad. Porque, claro, yo quiero iniciar una carrera literaria y, a ser posible, vivir de lo que escribo.
Las licencias Creative Commons no van en contra del Copyright. No son una forma de piratería legitimada. Todo lo contrario. Son una alternativa que complementa a los derechos de autor. Para conocer las diferentes combinaciones (lucrativas y no lucrativas) que ofrecen estas licencias, lo mejor sería pasarse por el Creative Commons Film Festival que arranca hoy mismo en Almería. Pues eso. Ya no existen excusas para no ponerse a escribir.
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