Las lágrimas amargas de Paqui Pérez Laborda

Trece meses después de su detención por orden de la juez Alaya en el caso de los cursos de Formación, la ex delegada de Empleo en Almería

Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 24 abr. 2016

La Fiscalía del Estado protestó la pasada semana por la forma en que se había procedido a la detención del entonces alcalde de Granada y hoy ya ex. La protesta es coherente,  pero no soporta el principio de igualdad de trato con que debe comportarse un órgano judicial.
Coherente porque la crítica es acertada cuando, como en este caso, la relación entre el objetivo buscado y los medios para lograrlo es extraordinariamente desproporcionada. La presencia de diez agentes en el interior de la vivienda y de tres coches policiales en la calle acordonando la zona es inasumible desde la lógica policial cuando lo que se busca es detener a una persona de la que se sabe, a ciencia cierta, que no es violenta, no opondrá resistencia y no tiene intención de fuga alguna. ¿A qué tanto fuego de artificio entonces?
Pero sí esa es la cara, la cruz de la actuación de la fiscalía se encuentra en que no soporta el principio de igualdad de trato porque no es entendible protestar hoy por lo que tanto se calló ayer. La detención del entonces alcalde con el atrezzo de un circo policial no es una excepción. Los circos policiales se han convertido en una constante que envanece el egocentrismo de quien lo ordena, excita el morbo de telediario de quienes lo contemplan y destruye, a veces hasta la impiedad, a quien protege la consideración jurídica de inocente (hasta que se demuestre lo contrario), y a quienes lo rodean con su afecto. 
Almería está siendo desde el caso Poniente y hasta ahora un territorio poco frecuentado por este tipo de operaciones cercanas a la extravagancia de cinematógrafo. Pero en la memoria de muchos suena aun la brisa del viento oscuro que rodeó la operación de detención técnicamente estúpida, éticamente inmoral y jurídicamente desproporcionada decretada por la juez Alaya de la que fue delegada de Empleo, Paqui Pérez Laborda.
El tiempo ha atenuado el dolor de aquellas horas de horror en los calabozos, pero la herida sigue abierta en el alma de quien, sintiéndose inocente- cuestión que no es objeto de esta Carta, los tribunales decidirán- no ha llegado a comprender por qué tanta crueldad.  Paqui Pérez Laborda ha guardado silencio durante un año. Las líneas que siguen a continuación son una transcripción libre del relato personal de lo que vivió en aquellas 32 horas que marcaron su vida para siempre.
“Fue el 24 de marzo de 2015. Vivía entonces en Villas Inés, en Huércal de Almería, en un piso con mi hijo. Como cada mañana, después del aseo personal y el desayuno, bajé al garaje y cogí el coche para ir al trabajo en la delegación del gobierno. Eran las ocho de la mañana. De pronto, al llegar a la rotonda, vi como un coche se cruzaba delante; pensé que el conductor le había explotado una rueda o se le había roto algo y ¡uff! que cerca habíamos estado de un accidente. Un chico se bajó del coche y se acercó. Bajé el cristal para preguntarle qué le había pasado.
-Nada. Queda usted detenida-
-¿Yo, Por qué?
-Por los cursos de Formación y por orden de la juez Alaya. Aparque.
Quede bloqueada. Las piernas no me respondían. Acababa de salir de Torrecárdenas donde logré sobrevivir a una pancreatitis necrosante aguda que me destruyo parte del páncreas y mi debilidad era extrema. No podía conducir, de verdad; era incapaz de articular cualquier movimiento. El chico accedió a meter el coche en el garaje. Le acompañé hasta el sótano bajo la vigilancia del Peugeot camuflado que nos siguió hasta mi plaza. ¡Como si fuera una delincuente que intentaría escapar!
Me condujeron al cuartel de la guardia civil en la plaza de la estación. En medio de un desconcierto total y ante mi incredulidad por lo que estaba pasando, uno de los agentes solo acertó a decirme en tono altivo que le diera las gracias porque no me había puesto las esposas.
Ya en el cuartel me tomaron las huellas, me hicieron las fotos, ya sabes. Pedí hablar con alguien, necesitaba hablar con alguien para contarle que no podía ir al trabajo, qué cosas se piensan en ese momento. Tampoco pude hablar con mis hijos, lo hizo el agente que me detuvo- tu madre está detenida-  y le informó de la situación.
Sobre las una de la tarde salimos hacia Sevilla en el mismo coche. Durante el viaje me dijeron que conocían mis movimientos de los días anteriores y que había sido interventora del PSOE en las elecciones andaluzas celebradas dos días antes. 
Por cada ciudad que pasábamos uno de los agentes comunicaba a alguien por teléfono el punto en que estábamos, quizá para que informaran a la juez. Paramos a comer en una estación de servicio que le fue indicada por la persona con la que hablaban en Sevilla. Fui al aseo acompañada en todo momento por una agente. Me senté ante el televisor para ver el telediario porque ese día había sucedido lo del avión de los Alpes. Me dijeron que no, que debía estar de espaldas a la pantalla, que no podía tener acceso a ninguna información. Pedí una ensalada y un filete de pollo a la plancha. No pude comerlo.
Reemprendimos la marcha y sobre las seis llegamos al cuartel de la Eritaña, que está frente a la Casa Rosa, en la avenida de la Borbolla. Me tomaron declaración y tres horas más tarde, sobre las nueve, entré en los calabozos en espera de declarar ante la juez. Allí y en medio del espanto por todo lo que estaba pasando compartí celda con cuatro delegadas más y una técnico detenidas en la misma operación, con las que me impidieron acercarme a saludarlas hasta ese momento. A la de Granada intenté saludarla y un empujón me lo impidió. Ya en el calabozo nos abrazamos; algunas lloraban, otras gritaban; nadie entendía nada. Nos quitaron los sujetadores, las medias, hasta los cordones de los zapatos, todo lo que pudiera servir para autoagredirnos.
Pasaban las horas y nadie nos decía nada. Nos dieron un sandwich y a las dos de la madrugada nos comunicaron que la Juez no iba a tomar más declaraciones. Nos sacaron entonces del calabozo y nos trasladaron al cuartel de Montequinto, a las afueras de Sevilla. Llegamos sobre las tres. Hacía un frío tremendo o al menos yo sentía un frio que me helaba el alma. El espacio era dantesco, cruel; nos dieron una manta y nos separaron de dos en dos. Las lágrimas volvieron.
A las siete nos despertaron con un dulce duro imposible de comer por su sabor indescifrable. Después de cuatro horas, sobre las once, nos trasladaron en un furgón blindado a los juzgados de Sevilla, en el Prado de San Sebastián. Nos metieron en los calabozos con los demás presos comunes y allí permanecimos en medio de una lluvia de insultos que callo por pudor. La jueza Alaya no llegó hasta la una del mediodía; nos dijeron que se había acostado a las cuatro de la madrugada tomando declaraciones y que por eso llegaba tan tarde.
A las tres o quizá un poco después me llamaron a comparecer. Mi abogado me aconsejó que no dijera nada porque estaba declarado el secreto de sumario y no sabíamos de qué se me acusaba. Ratifiqué mi declaración ante la Guardia Civil, pero me negué a declarar. ¿Qué iba a responder a la juez si no sabía ni de qué se me acusaba?
Cuarenta y cinco minutos después me leyó una catarata de acusaciones, empezando por conspiración para delinquir o algo así y terminando por no sé cuántas cosas más. No entendía nada porque yo no había hecho nada. Cuando leyó todas aquellas acusaciones me comunicó que decretaba mi libertad con la obligación de comparecer todos los 1 y 15 de cada mes en los juagados de Almería; una obligación que hace unas semanas se ha levantado.
Cuando salí del juzgado y ya en libertad por fin pudo encontrarme con dos de mis hijos que viajaron hasta Sevilla y esperaron durante horas y en la madrugada en la puerta de los juzgados hasta que mi abogado les dijo que fueran a descansar, que la jueza Alaya se había ido a dormir y no habría declaración hasta el día siguiente. Cogimos el coche y regresamos a Almería. 
La vida volvía a la normalidad, pero ya nada iba  ser como antes. Meses después la enfermedad volvió con nuevos bríos. El médico especialista que la atendió no encontró la causa de una segunda crisis que le mantuvo más de un mes ingresada.
-No encuentro ninguna causa que te haya provocado esta nueva crisis. ¿Has tenido algún episodio de estrés en las últimas semanas?- Sí, le respondí-. Pues entonces podría ser ese el motivo.
No le respondí; no le dije nada. Sólo el silencio”
Paqui Pérez Laborda acaba su relato con la voz serena que camina entre el miedo de ayer y la esperanza de mañana. Esta Carta no pretende juzgar los hechos ni juzgar a ella ni a nadie. Los tribunales decidirán.
Lo que no puedo dejar de preguntar es ¿qué riesgo  había en que la jueza Alaya hubiese citado judicialmente a Pérez Laborda en Sevilla a las 13 horas del día siguiente, evitando, así, un sufrimiento kafkiano innecesario e inútil que no produjo ningún beneficio para la instrucción de la causa y solo provocó dolor?
La respuesta no es difícil de encontrar. Está en el viento de la ponderación, la mesura y el equilibrio. Está en la inteligencia limpia de maldad. 







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