Teóricamente, una empresa pública se crea para poder hacer más ágil y eficiente lo que el funcionariado burocratizado tardaría más tiempo. Luego, está la práctica, y, en la práctica, muchas de las empresas públicas creadas por las comunidades autónomas han sido un brindis al empleo de amiguetes, simpatizantes y algún que otro familiar.
El funcionario, por muchas trampas que se hagan, al fin y al cabo tiene que presentarse a unas oposiciones, pero el empleado de la empresa pública se puede contratar a dedo, y es legal. A veces, también, sirven para disimular la mala administración de la comunidad autónoma.
Por ejemplo, si no se van a poder cuadrar las cuentas en Sanidad, se crea una empresa afín a esa consejería, y la consejería cuadra las cuentas, mientras la empresa pública está en quiebra práctica. Malicias contables que siempre pagamos los mismos.
Pero donde llega el cinismo a unas cotas deslumbrantes es que, cuando comenzó la crisis y las empresas privadas comenzaron a cerrar, arruinadas, y se pusieron en la calle a casi dos millones y medio de personas, las autonomías, a través de las empresas públicas, crearon 300.000 puestos de trabajo nuevos. O sea, por la mañana nos decían que nos apretáramos el cinturón, y, por la tarde, creaban una empresa para justificar su mala gestión y, de paso, colocar a un cuñado. Las comunidades campeonas en este fraude legal son Andalucía y Cataluña, que acaparan casi la mitad de las empresas públicas.
Soy pesimista sobre la voluntad política para sanear este agujero ruinoso. Muy ruinoso. Ni la derecha, ni la izquierda han demostrado ningún entusiasmo, y la extrema izquierda lo que quiere es que todos los españoles trabajemos en empresas públicas controladas por ellos, y que hagamos autocrítica en el comedor de trabajadores. Para que los vicios sean también públicos.
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