Rajoy en el laberinto: ¿Qué hará después del 26 J?

Nadie sabe lo que hará el previsible Rajoy a raíz de lo que pase en las elecciones del próximo domingo. Pero de lo que nadie duda es de su capacidad de res

Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 19 jun. 2016

A veces la Historia se escribe con historias construidas sobre la euforia sentimental de la emoción o la amargura imprevista del desengaño. Pequeños gestos domésticos, momentos inesperados condenados a la levedad, acaban convirtiendo en huracán lo que, en otras circunstancias, no irían más allá de una brisa sutil.  
En la acumulación de incertidumbres por la que transita la política española, quienes nos acercamos a recorrerla tendemos siempre a la tentación de abandonarnos a la sonoridad vacía de la cartelería prefabricada, ignorando que lo que cambia la dirección de un tren no es la luminosidad de los letreros que se anticipan a un cambio de agujas, sino la decisión última de quien activa la conexión entre las vías.
Durante estos meses he leído un océano de análisis sobre lo que ha hecho Rajoy - o mejor: ha dejado de hacer, porque no ha hecho nada- o sobre lo que hará o debería hacer después del 26J. Nadie lo sabe. El presidente en funciones gusta en revestirse de previsible y en una sociedad en la que la duda produce más titulares que la certeza todos asistimos con expectación a lo que puede pasar tras la cita electoral del próximo domingo.
Hace unos años, aquel viernes 4 de junio de 2010, presenté al entonces líder de la oposición en una conferencia organizada por La Voz. Antes de su intervención compartimos mantel y entre el primer y el segundo plato me contó una de esas historias que acaban dibujando la realidad.
Regresó Rajoy a la noche electoral de marzo de 2008 en la que las urnas volvieron a serle esquivas por segunda vez ante Zapatero. Recuerdo que le pregunté- un periodista debe ser educadamente impertinente- si aquella noche del adiós triste del balcón de Génova volvió a casa con la intención de tirar la toalla.
Como gallego ejerciente no me contestó. Lo que sí hizo fue contar lo que sucedió a la mañana que puso fin a aquella noche de derrota en la que el sueño no lo visitó. 
-Me levanté temprano y mientras desayunaba con mi mujer en casa leímos los periódicos- recuerdo que me dijo en una confidencia de cuya literalidad no puedo acordarme, pero sí de su contenido-; estábamos callados y fue al final cuando mi mujer me confirmó algo que yo había captado en la lectura del primer párrafo de varios editoriales. Los mismos que habían pedido el voto para mí 48 horas antes de que se abrieran las urnas, pedían ahora mi dimisión. Creo- continuó con ironía- que aquella tropa tenía escrito para ese día dos editoriales: uno si ganaba y otro si perdía.
Le pregunté si aquel constatado cinismo oportunista influyó en su decisión de permanencia cuando todos los medios y medio PP le pedían que se marchara. Tampoco respondió. Sólo dijo que, en aquellas horas de incertidumbre previas al comité ejecutivo previsto para el martes, 48 horas después de las elecciones, hubo muchas circunstancias que influyeron en su decisión de continuar- una de las más importantes, sin duda, el apoyo de Andalucía y Valencia, reconoció-; pero no la única.
Meses después supe que, tras fracasar en su intento, uno de aquellos periodistas estrella que más se había destacado por pedir su cabeza, invitó a comer a Javier Arenas en un intento de reconstruir puentes. 
-Perfecto, pero yo soy muy disciplinado- respondió el político andaluz- y comprenderás que tendré que consultarlo con mi jefe. 
Unas semanas más tarde Arenas devolvió la llamada. “Quedamos- le dijo a través del móvil- pero supongo que no tendrás inconveniente en que vaya acompañado por un amigo”.
Llegó el día y el anfitrión esperó en el reservado del restaurante la llegada de sus invitados con la certeza de quién era el “amigo”. Acertó. Arenas iba acompañado por Rajoy. Sentados a la mesa, Rajoy miró al periodista y, sin rodeos, le preguntó: “Oye, ¿tú crees de verdad que yo soy tonto y un gilipollas?”. “No, por supuesto, por Dios”, fue la respuesta, a medio camino entre la sorpresa y la incomodidad por la pregunta. “Bueno, pues, si es así, ten lo que hay que tener y el domingo vas y lo publicas en tu artículo”. No lo hizo. Al final el periodista estrella ha acabado estrellado en el papel y difuminado en territorio digital. 
Nadie sabe lo que hará el previsible Rajoy a raíz de lo que pase el próximo domingo. Pero de lo que nadie duda es de su capacidad de resistencia y abstracción- ¿mejor pasotismo? – ante las presiones externas.
La diferencia con otras veces es que, ahora, no es solo Rajoy quien se la juega. Es el partido. O más exacto: los cargos institucionales del PP. Por eso, lo que tampoco nadie se atreve a pronosticar es cuál será la capacidad de resistencia de la “clase dirigente” de Génova y sus periferias si se cumplen los pronósticos, el PP no alcanza la mayoría absoluta, necesita el apoyo de Rivera y la abstención de Sánchez para gobernar y Ciudadanos y PSOE exigen su renuncia y su relevo por otro dirigente - ¿Margallo, tal vez? - que presida un gobierno con fecha de caducidad prevista para el otoño tardío de 2018.
Tantas veces han matado políticamente a Rajoy y por tantos motivos que resulta osado aventurar una nueva certificación forense. Si superó los fracasos electorales de 2004 y 2008 en medio del acoso por tierra de Aznar y Aguirre y por aire de la Brunete mediática; si ignoró con impudicia los SMS a Bárcenas que, a cualquier otro político europeo, le hubieran hecho dimitir a los pocos minutos de hacerse públicos; si ha soportado con indiferencia el procesamiento de todos, todos, los tesoreros del partido por corrupción; si ha visto desde la lejanía de Moncloa la entrada de la policía en Génova para investigar las cuentas y los cuentos contables del partido sin pestañear; si soporta sin rubor el descaro de Barberá y la mantiene en el Senado…en fin, si su estoicismo le ha convertido en una mezcla de quietud e indiferencia colosal, ¿quién va a atreverse a pronosticar su futuro? 
El problema es que, hasta ahora, quien había estado en el punto de mira era él; y a partir del domingo el que se la juega es el partido y todo su estado mayor. Esa es la clave del laberinto.
PSOE y Ciudadanos no van avalar ninguna opción que posibilite la continuidad de Rajoy como presidente. Los socialistas porque saben que eso sería firmar su acta de defunción. No puedes estar cuatro años proyectando en alguien el origen y la causa de todos los males para, en el momento de su mayor debilidad, acudir a auxiliarlo.
Por su parte, Rivera sabe que la elección de un candidato de urgencia- y, por tanto, de transición- situaría al PP en un escenario interino de extremada peligrosidad para los populares y de innegable beneficio para Ciudadanos. La interinidad aumenta la tensión interna y acarrea la sensación de transitar por un precipicio de amplio recorrido. Si Rajoy da un paso al lado, el PP se abre a un mar lleno de tiburones navegando en medio de intereses contrapuestos.
Hasta ahora, salvo las salvas fallidas de Aznar, no se ha oído ruido de sables en los cuarteles del PP. La confortabilidad del poder acalla cualquier disidencia. Cosa distinta será cuando quienes los habitan sientan en sus carnes el vértigo del riesgo a perder esa confortabilidad.
Si algo nos ha enseñado la política es que nadie es imprescindible y que la veneración a un líder es directamente proporcional a su capacidad para asegurar la permanencia en el poder a los que ya lo están. 
Cuando el viento del riesgo comienza a sonar por los desfiladeros de las instituciones- un gobierno nombra a más de cuatro mil cargos para cuatro años-, la inquietud, que es la antesala de la ansiedad, entra en escena y, con el desasosiego, comienza siempre la deserción. En la Bolsa de la política los principios tienen tan baja cotización como las adhesiones inquebrantables.
¿Qué hará el PP si socialistas y ciudadanos piden la cabeza de Rajoy? Hoy ningún dirigente del partido se atrevería a dudar de la respuesta. Lo que nadie garantiza es que la forzada firmeza actual se mantenga en el futuro.
Con lo que nadie cuenta, al menos aparentemente, es con que, llegado el momento, Rajoy dé un paso al lado sin que nadie se lo pida. Él es- y así lo ha confesado muchas veces- un político de provincias. Pero tras esa humildad, también se esconde la voluntad de que nadie le marque el camino que debe recorrer. No se lo toleró a Aznar pese a que fue su dedo el que lo nombró y así están sus (inexistentes) relaciones. No se plegó a los lobbys de las conspiraciones de cinco tenedores. 
A partir del próximo domingo todo puede ser distinto. El PP puede ganar las elecciones y, según todos los sondeos, ser la lista vas votada; lo que no podrá evitar es entrar en un laberinto de extremada complejidad y endiablada salida. Con Rajoy o sin él: esa es la cuestión.


El difícil sueño de Amat y Hernando


Cuando el CIS de hace unos días daba el tercer diputado al PP en Almería el próximo domingo, Amat carraspeó y, apretando los labios, aspiró profundamente. Si el pronóstico se confirma habrá llegado a un lugar desde el que ya no podrá seguir avanzando, pero desde el que podrá iniciar el regreso a la jubilación política interna en un clima de extraordinaria confortabilidad. Habrá recuperado un escaño para el partido- y un escaño el 26J vale su peso en oro-; su deseo emocional y estratégico de llevar a Eloísa Cabrera a Madrid se habrá cumplido y la posibilidad de que alguien se interponga en su diseño para organizar la transición, cuando él y solo él lo decida, sería una quimera suicida para quien lo intentase.
Quien también gana en esa partida escrita por el CIS es Rafael Hernando. Defensor sin escrúpulos de Rajoy-como no podría ser de otra forma-, un resultado así en Almería reforzaría su imagen y su influencia en Madrid y en Sevilla.
Lo que no olvida ni uno ni otro es que el CIS tiene un margen de error en todas las elecciones que le colocan en una situación de desconfianza más que notable. El empate a dos diputados con el PSOE no sería para los dos políticos del PP una sorpresa por entrar dentro de lo previsible; lo que si sería una fiesta es situar a Eloísa Cabrera en el Congreso. Amat lo sueña; pero no se lo cree. 
La vida le ha enseñado que “hasta que no pasas el cortijo no sabes si el perro muerde”. 




 


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