¡Que bello es votar!

Votar es siempre un gesto que consolida la dignidad personal y colectiva de un país. Los electores votarán hoy pensando en el futuro pero no deber&iacut

Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 26 jun. 2016

Hay imágenes de la infancia aparentemente fugaces a las que el tiempo acaba por situar en el estante imborrable de la memoria. Mi padre oyendo Radio París en el silencio cómplice de los últimos años sesenta es una de esas estampas luminosas de imposible olvido. 
El ritual comenzaba después de la cena. Mientras mi madre retiraba los platos, él encendía el viejo Telefunken y con la magia de sus dedos recorría cada noche el mundo moviendo aquella regla vertical que saltaba de un nombre a otro por las capitales que Don Antonio Avellaneda nos había hecho aprender en la monotonía de sus clases en la escuela del Frente de Juventudes. Roma, Londres, Paris, Berlín, Helsinki, Luxemburgo, Andorra, Belgrado, Tánger…miles y miles de kilómetros se unían en aquel milagro iluminado de apenas treinta centímetros cuadrados de dial. 
Durante aquellos años de geografía mágica nunca entendí por qué había que buscar cada anochecer aquellas voces que hablaban en medio de un sonido que a veces se asemejaba al chisporroteo del maíz dentro de una olla puesta al fuego. Con los años caí en la cuenta que la búsqueda era inevitable porque, en los atardeceres fríos del otoño albojense, mi madre la volvía a encender para escuchar las canciones de Radio Andorra. El emigrante, De polizón, La hija de Juan Simón, Ojos verdes, Tatuaje, Ay pena, penita, pena…aquellas canciones dedicadas “de quién ella sabe” y “con tanto amor como distancia nos separa” eran la expresión de un pueblo que lloraba cantando y cuyas letras yo acabé aprendiendo al convertirse, en su repetición permanente, en la banda sonora que desde la habitación de al lado me acompañaba mientras hacía los deberes ordenados bajo pena de palmetazo por Don Antonio.
De aquellos años de balón y limonero quedaron grabadas en mi memoria todas las letras del atardecer sonoro de mi madre, pero sólo dos nombres- Adelita del Campo y Julián Antonio Ramírez- de las noches en penumbra de mi padre. 
Con apenas diez años yo ya sabía lo que era un emigrante porque muchos de mis amigos tenían a sus padres en Francia, Alemania o Suiza; también podía percibir el perfil disimulado  de la miseria cuando, en la tienda de mi familia, lo poco que había se vendía poco y, lo poco que se vendía, se vendía “fiao”; tampoco me pasaba desapercibida la resignación ante la tragedia cuando, desde la trastienda, escuchaba hablar a las mujeres sobre la muerte de alguien que vivía en las cuevas del barrio y, a la pregunta de que de qué  había muerto, alguna respondía con rabia que “de hambre”.
Lo que no comprendía yo entonces eran las palabras a las que mi padre se acercaba cada noche con el sigilo con que se acerca un hambriento a una comida robada. No tardé mucho en comprenderlo.
 Aquel torrente de palabras de Adelita del Campo y Julián Antonio Ramírez que los dos escuchaban casi con veneración era la banda sonora de la libertad y, con la misma facilidad que memoricé las letras de Juanito Valderrama o Quintero, León y Quiroga, aprendí la mejor lección de mi vida: Que la Democracia es una aspiración irrenunciable en el camino por la dignidad. 
Con aquel aprendizaje y con las reuniones de mi hermano con sus amigos para leer “El Socialista” en las cochiqueras de la casa en medio de la espesura de aquellas chimeneas de Celtas que combatían el olor a estiércol, no era difícil intuir que el camino estaba escrito.
Con poco más de quince años y en pantalón corto, en el verano del 73 comencé a poner mi pequeñísimo grano de arena para acabar con aquella dictadura cruel en la guerra, vengativa hasta el delirio en la victoria y estúpida siempre, que humilló a un país- el fascismo y el comunismo acaban siendo, sin matices, una humillación de la dignidad personal y colectiva- y obligó a centenares de miles de españoles, mi padre entre ellos, al exilio por haber luchado en el bando de la Republica. De él y del inolvidable Antonio Muñoz Zamora aprendí que se puede querer cambiar las cosas sin resentimiento y sin vileza. 
De mi padre porque, hasta su muerte, entre sus mejores amigos se encontraba el hijo del falangista que, sin dudarlo un instante, firmó el salvoconducto para que volviera del campo de refugiados francés y en cuya familia -“las lauras” les llamábamos- siempre encontramos afecto; de Antonio Muñoz porque, en los muchos años en los que nos quisimos, nunca le escuché una palabra dominada por el odio. Con esos maestros las asignaturas del rencor y la vileza no podían existir.
De los dos me acordé en aquella mañana luminosa del 15 de junio del 77 en la que los españoles nos reencontramos con la dignidad robada. Aquel día, dominado por la emoción del voto, fui quizá por primera vez consciente de que las noches de mis padres escuchando Radio París, sus conversaciones interminables con los emigrantes cuando regresaban en diciembre y los desahogos con sus compañeros del exilio interior en aquel barrio pobre pero rico en ilusión democrática- “de este año no pasa, Franco no llega al año que viene”, les oía decir con la primera cerveza cada primer día de navidad-, aquel día fui consciente, digo, de que todas aquellas emociones vividas había merecido la pena, aunque muchos de ellos no lo pudieron vivir. Habían perdido la guerra, pero habían ganado la historia.
España no es hoy el país de aquel amanecer de los primeros setenta en que por primera vez asistí, con tanto miedo como determinación, a una reunión clandestina en El Zapillo. Era domingo y nunca he podido olvidar las palabras de mi madre al salir de casa: “Nene, ten cuidado”. Ella también tuvo miedo, pero siempre, siempre, supe que se sentía orgullosa: Mi padre, con el que tanto quería y al que tanto amaba, ya había muerto, pero sus ideas permanecían vivas en ella, en mis dos hermanos y en mí, en todos y cada uno de los miembros de la familia.
Han pasado cuarenta y cinco años desde aquella mañana de agosto en la que aprendí que, como canta Milanés, “la vida no vale nada si escucho un grito mortal y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga” y mi hija Carmen va a votar hoy por primera vez a sus dieciocho años recién cumplidos.
Pienso en ella y en la envidia de su hermano Pedro, que todavía tendrá que esperar cuatro años más y, como en aquella mañana luminosa de junio del 77, no puedo- ni quiero- evitar la emoción de saber que el camino recorrido ha merecido la pena. 
Vaya si ha merecido la pena. Aunque algunos, en su soberbia, quieran hacernos olvidar tan largo y fructífero recorrido y, en su delirio adanista, pretendan hacernos creer que el mundo comienza hoy.
Como escribió Machado, otro hombre bueno y sabio, “Ni el pasado ha muerto, ni está el mañana ni el ayer escrito”. 
El pasado existe; aunque algunos quieran borrarlo.







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