El nombre de David Camerón figurará en los libros de historia, aspiración máxima de cualquier gobernante, junto a los padres de la Europa Unida, Schuman y Adenauer, solo que en el capítulo de los tontos sin remisión. Disculpen el calificativo, pero es más benévolo que los que le están aplicando ahora mismo algunos compatriotas suyos. El escritor y periodista John Carlin, por ejemplo, llegó a proclamar en la Cadena Ser, al ver el resultado afirmativo del Brexit, que se avergonzaba de ser Inglés. Y aún peor cuando escuchó la dimisión, qué menos, de Camerón: “Si se rigiera por la cultura japonesa ahora mismo debería suicidarse”.
Ha sido todo un despropósito. Los mayores han votado en masa la salida de Europa después de 42 años de permanencia y los jóvenes, que en su mayoría querían seguir, ven amenazado seriamente su futuro porque al ser ciudadanos europeos tenían garantizadas más oportunidades. Los referéndums los carga el diablo. La prensa sensacionalista británica azuzó irresponsablemente el Brexit y el populismo eurófobo ha ganado sin disponer de un plan alternativo. Unos contaban con ganar pero perdieron y los que han ganado no lo tenían previsto, por lo que se ve. Puede ser el fin del Reino Unido. Escocia activará el segundo referéndum de independencia al que tiene derecho y esta vez lo ganará sin duda porque la mayoría quiere seguir en Europa. Irlanda del Norte se reunificará con Eire y se acabará la división en la isla. Gibraltar ya veremos qué decide. Inglaterra se quedará solo con Gales y gracias, porque si a Londres le dieran a elegir seguiría en Europa. Un drama. Como resume Felipe González, “Camerón incendió la casa y se le quemó todo”. El problema ahora es la adrenalina de los eurófobos, en versión extrema derecha, en varios países europeos empezando por Francia con la señora Marie Le Pen. En poco tiempo habrá algún referéndum similar en otro país.
Vienen tiempos de tormenta y los españoles estamos sin timonel después de medio año. Nos hemos concedido una segunda oportunidad pero, salvo sorpresas, comenzará un nuevo calvario que puede llevarnos a terceras elecciones, o a un gobierno de tecnocratas presidido por un equivalente al economista italiano Mario Monti. En las últimas semanas han circulado por Madrid algunos manifiestos para pedir esa solución ante la incapacidad de los partidos para llegar a acuerdos. Los que se han negado a firmarlos concedían a los políticos una última oportunidad. Si no hay gobierno en pocas semanas, lo firmarán y arreciará el clamor popular de “que se vayan”, incluidos los que llegaron al Parlamento aupados por el grito de “no nos representan”. Todo va muy rápido y el Brexit actúa de catalizador.
La última semana de campaña se hacía interminable, porque ya el Debate a cuatro estaba sentenciado desde el lunes anterior, pero el inefable ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, con la inestimable colaboración del Jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña, animó la función. Los independentistas catalanes, que estaban mustios electoralmente, salieron a dramatizar, con razón, pero disimulando su satisfacción interna por tanta torpeza ajena. De nuevo, la señora Carme Forcadell acertó: “Cuando el independentismo baja, Madrid, siempre ayuda”.
Por supuesto que al ministro no se le ocurre dimitir y a Rajoy menos. Ni a nadie. Cuánta verdad encerraba aquel chiste que circuló durante el Cónclave cardenalicio tras la dimisión de Benedicto XIII: “El elegido será un español para asegurase de que no dimita”.
El asunto ahora, tras las elecciones repetidas, en el escenario de una Europa de luto y una España en capilla a la espera de gobierno, es que las peticiones de dimisión crecerán de forma atronadora. A unos para que faciliten acuerdos y para que cedan el paso a otros en su formación. A casi todos para que lleguen a pactos o dejen a otros que lo intenten. Las tensiones se prevén máximas. Este verano no se vayan lejos. El espectáculo está en casa, aunque no podamos decir que sea gratis. Ha costado 130 millones de euros. Nada menos.
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Manuel Campo Vidal