El recuerdo de un acto criminal perpetrado por la banda terrorista ETA hace hoy 19 años me lleva ineludiblemente a reflexionar sobre aspectos de nuestra vida de los que deriva la puesta en valor de una máxima que debería de trascender más allá de cualquier consideración política hasta abocar en lo más íntimo de la condición humana ; un pensamiento asumido históricamente por cualquier grupo humano regido por mínimas normas de convivencia y respeto al otro; una máxima que reza así: “Perdonar no siempre es olvidar, es recordar sin odio con el menor dolor posible”.
En mi recuerdo, con 19 años de edad y apenas comenzados mis estudios universitarios, está ése crimen como tantos otros sufridos por muchísimos ciudadanos cuyo único delito era el de no compartir de forma pública y notoria las ideas de los criminales.
En otros casos la culpa radicaba en servir con honor y dignidad en las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado e incluso el delito para esos terroristas se extendía en muchas ocasiones al mero hecho de existir.
Miguel Ángel Blanco Garrido, era un joven político de 29 años, que existía y existía en el ejercicio de la función pública sin enfrentamientos violentos contra posiciones radicales; que existía en su trabajo cotidiano como concejal de una población de apenas 15.000 habitantes y que existía defendiendo una opción política cuyos enunciados distaban mucho de los de sus ejecutores. Por eso, por existir de ésa manera y no hacerlo atendiendo a los desvaríos de unos pocos, ésos pocos decidieron en una incomprensible borrachera de terror y sobre todo de odio que Miguel Ángel debía dejar de existir.
Nosotros, los demócratas de la España de nuestros días no albergamos en nuestro interior ése deleznable sentimiento. Jamás odiaremos a alguien por razón de discrepancia en el ideario político por muy antagónicos que sean nuestros posicionamientos, de lo contrario si cayésemos por simple debilidad humana en ésa tentación nuestra condición de demócratas solo sería una careta que el pueblo soberano más pronto que tarde nos arrancaría sin titubeo alguno.
Sí recuerdo con suma claridad las imágenes en televisión y en prensa de aquellos días con la reacción en masa de un pueblo entero, algo casi inédito por aquellos tiempos. Un pueblo clamando justicia con mucha valentía ante tan cruel hecho. Una población que en su dolor y rabia no hizo distingos partidistas y que se echó a la calle dando cuerpo y sobre todo alma a lo que ha quedado para la historia democrática de nuestro país como el “Espíritu de Ermua”.
Por ello, sin distingos partidistas, sin etiquetas de representación orgánica alguna sino como simple ciudadano desde la más absoluta humildad y como uno más de los que forman parte de la generación a la que pertenezco, deseo vehementemente trasmitir que: ETA, lejos de su disolución está simplemente inactiva y que dicha disolución pasa inexcusablemente por solicitar “el perdón sin condicionantes” a sus víctimas y a sus familiares. Acaecido esto, quizás el perdón concedido allanase incluso el sendero del olvido.
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