La obsesión y el empeño excesivo acaban infectando de valores negativos las más nobles aspiraciones y los deseos más bellos. Es bueno que alguien quiera hacer el bien, pero cuando esa búsqueda y esa difusión de la bondad se convierten en manía y patología, la bondad no sólo se torna en maldad, sino que además transforma al aspirante a bueno en un tipo ridículo e inquietante. Valga esta introducción para hablar de la enloquecida carrera por la llamada transparencia (a la que ahora se le quieren atribuir un amplio prospecto de efectos benéficos para la humanidad) en la que están incurriendo todos los partidos, organismos, instituciones y cargos públicos del mundo presuntamente libre, llevados de una pretensión de ejemplaridad que ha acabado fulminando las necesarias fronteras entre el ámbito público y la vida privada de las personas. Y si a eso le añadimos el permanente y minucioso control tecnológico que pesa sobre nosotros, parece una misión imposible establecer límites entre lo que puede o no puede hacerse público. Lo digo porque acaban de conocerse unas conversaciones por whatsapp entre el líder de Podemos, Pablo Iglesias, y compañeros de su partido, en las que el adalid de la coleta afirmaba que le gustaría azotar “hasta hacerla sangrar” a la presentadora de TVE Mariló Montero. Quien me lea de vez en cuando sabe bien qué opino del ínclito líder de la coleta y sus coletaris. Ahora bien, creo que es justo señalar que nadie escaparía indemne de la publicación de sus conversaciones privadas o de lo que se dice cuando rige el principio del off-the-record. ¿Es lícito montar un escándalo por lo que uno dice cuando cree que eso que dice llega tan sólo a determinadas personas? No lo sé. Lo que sí intuyo es que si el comentario de Pablo Iglesias sobre la señora Montero lo hubiera hecho -qué sé yo- un ministro del PP, se habría montado un numerito espectacular en redes y televisiones amigas comandado, precisamente, por Pablo Iglesias y sus seguidores.
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