Fue en el verano del 73 cuando un grupo de monjas vestidas con falda y rebeca llegaron a la calle más pobre del barrio más pobre de Albox. Acostumbrados a la estética tradicional de las religiosas de hábito, coronadas por aquellas gaviotas de tela tan estrafalarias, las hermanas de “Jesús María” parecían unas revolucionarias con crucifijo llegadas de Sierra Maestra.
Ocuparon en silencio una de las casas que siete años antes había inaugurado el Excelentísimo y Reverendísimo obispo de Almería, Don Angel Suquía Goicoechea, después de encabezar una manifestación de alabanza que recorrió entre aplausos y saludos mecánicos los dos kilómetros que separaban la iglesia arciprestal situada en la plaza del pueblo de aquel arrabal de extramuros en el que la miseria tenía tomada las calles y el hambre el estómago.
En aquel tiempo el realismo mágico del “Gabo” dormía aún sus cien años de soledad, pero el corazón humilde de los pueblos se sobresaltaba cuando el Obispo – ¡por dios, viene el señor obispo! - se dignaba visitarlos revestido por aquellas sotanas planchadas durante horas en las que el fajín, la botonadura y el capelo violeta le daban el toque elegante a la inmensidad del negro. Entonces el pueblo se engalanaba, los maestros cerraban las aulas y las madres vestían a los niños con la ropa de domingo y el pelo del flequillo pegado a la frente con un poco de saliva.
Cogido de la mano (y del escepticismo clerical) de mi padre viví aquella venida del obispo Suquía, y atrapado por la clandestinidad mágica del “Manifiesto Comunista” asistí a la llegada de aquellas monjas que venían de Orihuela, la ciudad sotánica y satánica, en la que Miguel Hernández se había sentido “alto de contemplar a las palmeras y rudo de convivir con las montañas”.
Mi pandilla de entonces- Esteban Pérez Maldonado, Pedro Antonio Salmerón, Alfredo Vilar, Luis del Aguila,, Antonio Luis Pérez Pérez- constituía una cédula de aprendices de la revolución capitaneada por un médico y un filósofo- los hermanos Leontino y Alejandro García, de Taberno-, ya curtidos en la clandestinidad granadina del setenta.
Siempre sostuvimos que en nuestro acercamiento a aquella casa de acogida para desamparados latía la ética revolucionaria que nos alentaba a querer cambiar el mundo empezando por las calles más cercanas de nuestra aldea. No era verdad; o no era toda la verdad.
En aquellas noches de verano casi en penumbra en las que las monjas alentaban a los vecinos que tímidamente se acercaban a su puerta a aprender a leer, o les inculcaban la necesidad de mantener la higiene para prevenir la enfermedad, a nosotros, lo que realmente nos llevaba hasta ellas, no era la posibilidad de aprovechar el escenario para sembrar ideología, sino el grupo de niñas que les acompañaba desde el colegio alicantino. El resultado final de aquella misión inicialmente revolucionaria no dejó espacio a la duda: Al cabo de una semana todos acabamos enamorados de alguna de aquellas estudiantes que acompañaron a las monjas en su aterrizaje en aquel barrio en el que un dios menor vestido de obispo había entrado fugazmente siete años antes.
Han pasado cuarenta y tres años desde aquel primer viaje iniciático y las hermanas de “Jesús María” han alcanzado el cariño más sincero, el respeto más profundo y el reconocimiento unánime. En un pueblo en el que no se cree en Dios, pero sí en la Virgen del Saliente, que unas monjas se vayan bañadas por las lágrimas de sus vecinos, es el paño de la Verónica que mejor dibuja el rostro inmensamente solidario de su amor y su entrega por los demás.
Pocas familias hay en Albox- la mía tampoco- que no hayan visto a algunos de sus miembros auxiliados por ellas en su desamparo económico, acariciados por su cariño cuando la desesperanza acechaba, cuidadas en su guardería cuando la necesidad apremiaba o confortadas con el bálsamo de su ternura en el dolor o en la enfermedad.
Mañana emprenderán el amargo camino del regreso a la ciudad de la que salieron en aquel verano del 73. No necesito imaginar el sentimiento que le romperá el corazón, ni el silencioso estruendo con que sonará el portazo que cierre la casa encendida y luminosa que habitaron durante tantos días y tanta solidaridad. Y no lo necesito porque me lo contó una semana antes la hermana Raquel bajo la luna que iluminaba sus ojos en la plaza bellísima de Oria:
-Me da miedo y dolor pensar en el adiós- me dijo- pero el 1 de agosto llegará, y esa mañana saldremos a la calle; cuando cierre la puerta, no volveré a mirar atrás. No podré ni querré hacerlo porque sé que, si vuelvo a mirar la casa donde hemos vivido tantos años y tantas cosas, ya no podría marcharme y el voto de obediencia me obliga a cumplir, aunque se me rompa el alma, la orden de mi Superiora nacional de regresar a Orihuela.
Han pasado cuarenta años y aquel adolescente que en el verano del 73 quería hacer la revolución comenzó a aprender- sin saberlo, pero desde entonces- que los que realmente cambian el mundo son aquellos hombres y mujeres que en la calle más pobre del barrio más pobre pensaron un día que, como cantaba Pablo Milanés, “la vida no vale nada si no es para perecer para que otros puedan tener lo que uno procura y ama”.
Gracias. Gracias. Gracias.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/111297/encrucijada-para-unas-monjas
Temas relacionados
-
Romería del Saliente
-
Obispado de Almería
-
Estética
-
Oria
-
Taberno
-
Albox
-
Verano
-
Vecinos
-
Pedro Manuel de la Cruz