Agosto es la miel del verano, el néctar de la infancia que alimenta la vida añorada de cada cual, la que quisimos tener pero se quedó en el trampolín del sueño. Son los recuerdos de las ausencias, las privaciones o pérdidas de alguien o algo muy querido lo que nos lleva a morder el cogollo del estío, unas sensaciones y sentimientos que con la extinción de estas calendas dejan acuñadas las inevitables añoranzas que a cada cual tocan. Son como el tesoro soñado que nunca llegamos a encontrar, a pesar de haberlo rozado. En mi caso, que puede ser el más insignificante, la añoranza comparte la tierra y el agua, tal vez porque me nacieron en un paraje de sierra que es atalaya del mar Mediterráneo. Crecí en el entorno rural de un perdido pueblo del norte almeriense y ahora sobrevivo en la rutina de una suerte de infierno asfáltico en el que siempre me he sentido extranjero. La memoria me arrastra cada verano a la sombra de las acacias del caserío de la Fuente Jerónimo, junto al frondoso moral que tiñe de sangre las manos con su preciado fruto. Los oídos guardan como oro en paño el ajetreo de la tierra que se fragmenta con el paso imbatible del arado, o el silencio misterioso del pozo con fondo de cristal que se esparce en incontables ondas cuando el cubo de latón recoge el agua para abrevar al ganado o saciar nuestra sed.
La piel no ha perdido el tacto único de las acequias frías que cruzan las paratas de la huerta con rumores verdes, en cuyas riberas pasamos el bochorno de la tarde tejiendo borricos y aguaderas de amor de hortelano con la divertida instrucción de Pepe Romero, el inolvidable y trágicamente desaparecido guardia civil, cuya amistad y compañerismo engrandecen los tiernos años de infancia. Llegan lejanos los cantos de trilla de los hijos del tío José Solilla .Adormezco aún al raso de la era para guardar la parva bajo el inmenso techo de estrellas encendido, al tiempo que acecha la serenidad nocturna de la nana de agua de la balsa de la Tejera, animada con el canto incesante de ranas y grillos. Cuando el alba apenas ha despuntado despierto con el canto de un gallo y a veces sueño que soy un hombre de campo, de aquellos campos, y añoro cuanto me falta. Cuestiono vivir una vida que no deseo en vez de la vida querida que sueño. Y, una vez más, soy preso de las añoranzas de verano.
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