Decía el pasado lunes en este rincón del periodista que septiembre es la hiel de la infancia escolar. Hoy lo constatarán los cientos de miles de alumnos que por vez primera se sentarán en sus pupitres. Entre el rechazo absoluto, la expectación y la irremediable aceptación, esta nueva legión de ciudadanos se incorpora al colectivo de quienes por obligada ocupación limpian sus legañas antes de que las montañas se ribeteen en oro y de que los espejos marinos se iluminen. Entre esa población habrá quienes asuman el hecho de madrugar y quienes quedarán estigmatizados por el despertador. Tal es mi caso, pues he de confesar que en similar situación a la que hoy viven los escolares nunca supe hallar la virtud ni los beneficios del viejo y manido refranero – a quien madruga Dios le ayuda- , y no es porque, creo, haya tenido muchas desavenencias con la divinidad, ni mucho menos.
Los dulces trinos y los hermosos paisajes con aromas de mieses y sabores a mora de mis estivales estancias rurales no aunaron suficiente atracción para poner el esqueleto en funcionamiento antes de que el sol dorara con generosidad los páramos de mi pueblo. Sólo hubo cierta excepción que me llevó a ser disciplinado hijo del alba, cuando alguna que otra vez gustaba ocultarme en chozas de cazadores para poder disfrutar de la fauna avícola del lugar. Tampoco ha sido posible que se haga realidad en mis hábitos de vida ese otro adagio de que “a la fuerza ahorcan”, pues ni en la cruda, pero feliz etapa escolar de mi pueblo, ni en el seminario de Cuevas del Almanzora, que me acogió a tierna edad y donde a las seis de la mañana la ducha de agua fría disipaba los malos pensamientos, ni los acordes matinales de Something o Love Me Do de los Beatles en el desaparecido colegio Alejandro Salazar lograron hacerme madrugador.
Tal vez por eso me incliné por este oficio, entre otras razones, porque siempre pensé que los periódicos se imprimían de noche y, por lo tanto, se debía de trabajar a partir de las horas en las que en los conventos se rezan vísperas, o, al menos, nunca debería comenzar la jornada laboral antes de la salida del sol. Craso error. Así fue mientras el periodismo de papel era periodismo de trasnoche y las informaciones se escribían con confidencias de neón. Ahora ya no, todo es diferente. A pesar de ello sé que nunca seré un hijo del alba, más bien de la luna.
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