La pasión de los almerienses por la mística es irremediable. No importa que seamos el escenario de la agricultura más moderna del mundo; que nuestras playas aparezcan en el New York Times en el ranking de las más bellas; que seamos un ejemplo (desmesurado, tal vez, en algunos casos) en protección medioambiental con el sesenta por ciento del suelo provincial protegido; que hayamos conquistado las cocinas de los cinco continentes con esa arma de seducción masiva que es el silestone: o que seamos un ejemplo en el mundo de cómo en el mayor desierto de Europa se utiliza mejor el agua, escasa ya y para siempre en el planeta.
Esas proyecciones- tan innovadoras, tan enriquecedoras, tan positivas - son las ramas que brotan de la raíz plantada hace cincuenta años por quienes vieron en la inteligencia en movimiento -que eso es la innovación y no otra cosa-, la única posibilidad de vencer la derrota permanente a que nos condenó la pasividad milenaria de la que ahora estamos comenzando a desperezarnos.
Miles de almerienses han acreditado con su trabajo que son tipos extraordinarios siempre dispuesto a emprender el viaje hacia territorios por conquistar. Pero, junto a ellos, convive, también y no con incomodidad, una mayoría social que no acaba de desprenderse de ese misticismo cuyo cuerpo filosófico limita al norte con San Francisco cuando confesó que “necesitaba poco y, lo poco que necesitaba, lo necesitaba poco”, y, al sur, con esa filosofía tan paralizante que asegura que “nunca pasa nada y, si pasa, no pasa nada”.
Lo sucedido hace dos lunes con la llegada del nuevo Talgo es una estampa reconocible de ese misticismo tan literariamente bello como socialmente inútil.
No sé a ustedes, pero a mí la imagen del recibimiento institucional a los nuevos vagones me recordó la escena del “Plácido” de Berlanga, aquella en la que las fuerzas vivas del pueblo reciben a un grupo de actores de tercera llegados hasta la ciudad para acompañar a los pobre en la cena de Nochebuena. Aquel lunes no llegaron actores decadentes ni chicas de coro. Lo que llegó fue un vagón con asientos varios centímetros más anchos, dotados con enchufes para recargar el Iphone y con una reducción de siete minutos- sí, siete minutos- en las casi siete horas de viaje entre Madrid y Almería.
Seis centímetros más y siete minutos menos y allí estaban parlamentarios, concejales y hombres de buena fe, para demostrar que necesitamos poco para recibirlo con mucha alegría.
El trato de todos- de todos- los gobiernos democráticos a Almería en sus comunicaciones ferroviarias con el resto de España (y la última legislatura en particular) ha sido un insulto a la inteligencia. Nunca tan pocos hicieron tan poco por tantos.
Líbreme el dios laico de la razón tomar partido por los que, desde la admirable Mesa por el Ferrocarril, sostienen que es posible reducir en una hora el tiempo de viaje entre Almería y Madrid o por los que, situados en la acera madrileña, sostienen que esta aspiración no es posible.
Lo que sí es imposible es que, en una sociedad en que la tecnología muestra cada segundo su incontestable capacidad para resolver problemas de extraordinaria complejidad, resulte inalcanzable que media docena de técnicos se reúnan y, a la vista de argumentos tan de andar por casa como trazado, distancia o estado de la vía, entre otros, se pongan de acuerdo en confirmar si es viable esa reducción de sesenta minutos en el viaje a Madrid o no. Por Dios, no insulten nuestra inteligencia ni hagan caer tan bajo la suya.
Pero si ese nivel de ausencia de voluntad para abordar ese interrogante es evidente, no lo es menos que son los ciudadanos los que, con su indolencia colectiva, más contribuyen a perpetuarla.
Quien lo dude que recorra con la memoria y recurra a la hemeroteca de este periódico para recordar cuantos almerienses han participado en las concentraciones en defensa del tren: apenas un puñado de valientes que no se resignan a perpetuar que Almería continúe en el siglo XXI siendo una isla separada del resto de España por un tren del siglo XIX.
Claro que siempre habrá algún tonto de guardia sentado en una terraza del Paseo dispuesto a proclamar que hemos alcanzado la Alianza de Civilizaciones haciendo convivir la mística judeocristiana del “nunca pasa nada y, si pasa, no pasa nada” con la filosofía sufí cuando sostiene que “no hay que aspirar a granes metas materiales para no tener que hacer grandes esfuerzos en alcanzarlas”.
Berlanga puro. Sin secundarios decadentes ni vicetiples; pero lo del tren con Almería es puro Berlanga.
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