Estrellas de otoño

José Luis Masegosa
01:00 • 26 sept. 2016

 Si las guerras solo fueran fruto  de la imaginación el mundo sería mejor. Si la propagación de los conflictos bélicos no se produjera a la velocidad de la luz , el dolor, el sufrimiento y el estrangulamiento de la dignidad humana serían un mal sueño que apenas regalaría un nefasto recuerdo. Pero, desgraciadamente, la condición humana se alimenta a veces con la sangre de las inocentes víctimas de los enfrentamientos armados; o  cuando menos, dejan una legión de seres marcados, ramilletes de hombres y mujeres a quienes las heridas del alma han escrito todas las páginas de los desconocidos volúmenes de sus violetas biografías.
 A esta hora del alba, en la antesala de la mañana, las curtidas manos de Américo, como otras muchas de muchos nómadas urbanos, deslían sus bártulos personales y recogen sus escasos aliños indumentarios para cargar con ellos, un día más, por las inciertas rutas de cada jornada. De no actuar con tal inmediatez quedan expuestos a verse privados del pobre ajuar doméstico que les ayuda a sobrevivir cada día. Américo da fe de ello, cuando hace una semana la policía le requisó su saco de dormir y su pobre tienda de campaña, el endeble techo que le cobijaba hasta que un alma solidaria le restituyó los enseres aprehendidos. La misma solidaridad que le obsequia con unas palabras todos los amaneceres, o que le proporciona la alimentación en un comedor social, esa solidaridad casi anónima que se detiene ante estos hijos de la calle. Américo es el faro que ilumina a los transeúntes  de su mar inmediato. 
No se sabe si ha sido la Providencia, la huida de alguna de esas incalificables y recientes batallas –el Golfo, Irak, Siria..- o la búsqueda de un paraíso terrenal, que él concibe bajo las creencias cristianas, la razón de su peregrinaje urbano por las calles del Sur, con la humildad que le impide mendigar y la fe admirable en la provisión evangélica. Esa fe que le lleva a confiar sus plegarias para el bien del mundo que le ha negado todo, a pedir a su Dios por la fraternidad universal de los hombres que lo ignoran y por la bondad de todos los seres humanos para que el amor prevalezca siempre frente al odio, para que la paz gane a la guerra. Bajo su gorra californiana y sobre su negra tez, Américo desafía la intolerancia con unas  rastas enmarañadas, y habla con su Dios a través de las estrellas que toca con sus dedos, las estrellas de Otoño que iluminan su vida.


 







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