Si me llama un padre de familia, y me cuenta que mi hijo ha dejado embarazada a su hija, puedo hacer dos cosas: o responsabilizarme del suceso o desentenderme, alegando que la niña también es mayor de edad y, dadas las circunstancias, un pendón. Si reacciono de esta última manera, pero soy el padre de la chica, y exijo y reivindico la responsabilidad del varón, el hijo de la parte contraria, estoy practicando la moral de Jano, dios de las puertas, que tenía una cara distinta, según qué lado de la puerta se mirara.
Si me paso varios meses propugnando que se deroguen los privilegios de la inmunidad parlamentaria, y predico a todas horas que los parlamentarios deben someterse a la jurisdicción ordinaria, pero cuando le toca a un parlamentario amigo, un tal Homs, me niego a conceder el suplicatorio, está claro que pertenezco a la moral de las puertas. Si me muestro dolido por las corridas de toros, porque se martiriza al animal, pero permito que se le martirice en otras modalidades, poniéndole bengalas y fuegos artificiales en las astas, que lo van a ir dejando ciego, estoy con los de la moral de la puerta.
Si en las corrupciones cometidas por miembros de un partido político contrincante, me muestro exigente y escrupuloso, y dictamino que un corrupto emponzoña a todo ese partido, pero cuando ocurre lo mismo en el propio, apelo a la presunción de inocencia, a esperar a lo que los jueces dictaminen, y declaro que la honradez del resto es indubitable, estoy moviendo la puerta de un lado al otro, según me convenga.
Produce náuseas esta doble moral, y es asombroso que no se percaten de que los demás nos hemos dado cuenta de esas dos barajas, de esa puerta batiente, por la que entran y salen, convencidos de que somos tontos.
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