La honestidad

Jorge Hernández Mollar
23:07 • 25 oct. 2016

Resulta hoy muy difícil abstraerse de la dura realidad que diariamente invade nuestra intimidad a través de las televisiones, radios o redes sociales. Nos sobresaltamos con noticias que nos trasladan los brotes de violencia racial en EEUU, la violencia entre menores como la acontecida en un colegio de Palma de Mallorca o el salvaje y cobarde atentado contra dos guardias civiles y sus mujeres, por cincuenta jóvenes desalmados en el pueblo navarro de Alsasua.
A esto hay que añadir el escandaloso y vergonzoso “paseíllo” por los Tribunales de políticos, empresarios, profesionales, sindicalistas y hasta de personas de la realeza, amén del nefasto ejemplo que nuestra clase política está dando con su incapacidad para dialogar y afrontar la importante responsabilidad de conformar un gobierno estable. Cerrar los ojos a este triste panorama y no asumir la responsabilidad personal que nos incumbe sería como quedarnos de puntillas al borde de un precipicio y arriesgarnos a que solo de un leve empujón no pudiéramos evitar una caída de incalculables consecuencias. Pero lo importante es reaccionar a tiempo, conocer las causas de este tsunami de desórdenes morales y cívicos para, una vez diagnosticados, aplicar la terapia necesaria.
Es un hecho irrefutable que la violencia verbal o física está invadiendo de una forma alarmante el seno de sectores que hace cuarenta años era impensable que ocurriera, al menos en el grado y la frecuencia con la que está sucediendo: la familia, los centros de enseñanza, el deporte o incluso los mismos lugares de ocio y diversión. No reconocer que una parte de nuestra sociedad se siente como “liberada” de lo que llaman las viejas ataduras de la religión, la familia tradicional o la “moral católica” que impregnaba leyes y costumbres hoy superadas, según ellos, desde un progresismo libertario es como cerrar los ojos ante una enfermedad que va minando la voluntad y fe del enfermo precisamente por su inacción para combatirla. Lo preocupante no es la desafección del ciudadano a la política, lo que realmente nos debe preocupar es que gran parte de nuestros jóvenes han dejado de creer, de confiar en los principios y valores que la generación del “baby boom” intentó inculcarles desde las vivencias y experiencias de un pasado siglo repleto de grandes contrastes.
Lo cierto y verdad es que la corrupción se ha convertido en nuestro cáncer social. El saqueo a entidades financieras, administraciones públicas o la millonaria acumulación en paraísos fiscales de los botines robados a los españoles está laminando la escasa credibilidad que nuestra juventud tenía en sus gobernantes. Si a eso le unimos que otras Instituciones como la Iglesia o las del Estado también se han visto salpicadas por escándalos de otra naturaleza, explica que la rebeldía radical de nuestros jóvenes prefiera orillar normas o reglas de conducta que les han decepcionado y que no les inspiran ninguna confianza.
“Es, pues, mi deseo que vuestro sentido de la libertad pueda siempre ir de la mano con un profundo sentido de verdad y honestidad acerca de vosotros mismos y de las realidades de vuestra sociedad”. Sabias palabras de San Juan Pablo II en uno de sus múltiples encuentros con los jóvenes. Quizás esas sentencias que tanto enardecían y encandilaban a los jóvenes, sean el secreto para poner remedio a algunos de  los preocupantes males que acechan a nuestra sociedad : recuperar la verdad y la honestidad tan deteriorada hoy por la falsedad y avaricia que inunda tantos rincones del poder. La honestidad es una virtud que desde los primeros años de la infancia se adquiere con la educación y que con el ejemplo o pequeños gestos de austeridad se va convirtiendo en un hábito. Por el contrario la falta de honestidad no es más que la ausencia de principios y valores.
Debemos remover los obstáculos que también pueden entorpecer el ejercicio honesto del poder. Nada resulta más escandaloso que la impunidad, la no recuperación del dinero, de los bienes sustraídos o el éxito social de los “vivos y mentirosos”. De aquí que para contrarrestar esta imagen negativa no nos queda otra senda que estimular y reconocer el bien a través de quienes cumplen con su deber y obligaciones honestamente, al mismo tiempo que respetar a quienes defienden con honradez sus principios y convicciones, haciendo así buena la máxima de Marco Tulio Cicerón: “La honestidad es siempre digna de elogio, aun cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho”







Temas relacionados

para ti

en destaque