Gira y gira a velocidad progresiva sobre una cuchara sostenida con su boca de ilusionista. Es una simple pelota, pero en realidad representa la Bola del Mundo, un mundo enloquecido donde la vida se pierde con la vertiginosidad del vuelo del águila tras su presa.
Una velocidad que a diario nos lleva a una existencia rutinaria en la que se ha impuesto la competitividad, la ambición, las aspiraciones ilimitadas, la miseria y el consumo desorbitado que, jornada tras jornada, nos arranca un jirón de nosotros mismos, un retazo de nuestra razón de seres humanos y un cacho de paz.
Es el mundo que nos ha tocado, apostillamos con resignación franciscana porque carecemos del coraje necesario para revelarnos contra el conformismo que nos ha instalado en unas coordenadas no elegidas, en un orden que a veces resulta el mayor placer de la razón, olvidando que, en ocasiones, el desorden es la mejor delicia de la imaginación.
Gira y gira a velocidad progresiva sobre una cuchara sostenida con su boca de ilusionista. Es la actuación más acertada que el malabarista Alejo Santos ha elegido para denunciar le meteórica locura en la que se ha asentado nuestro mundo y, por ende, todos los que en su órbita giramos cada día.
A su casi treintena de años él percibió que su vida en un circo estable de reconocimiento internacional se iba contagiando de las mismas directrices que han implantado una existencia alienada, vertiginosa y absurda, pero, sobre todo, veloz; una vida que discurre como una carrera a ninguna parte por el tartán de nuestro tiempo.
Tal y como él ve cada día a los conductores frente a los que realiza sus breves representaciones cuando detienen sus vehículos ante la prohibición roja del semáforo. Es entonces cuando sobre Alejo planea aquel “Parar el mundo que me quiero apear”, del mayo del 68.
El titiritero, malabarista que ha renunciado a un cierto confort, fama y popularidad, deja caer su bombín azulado al asfalto de las avenidas interminables de diferentes ciudades andaluzas por las que pasea su reivindicación, para elevarlo con un ágil toque de zapato.
Después se deja abrazar por los aros, enlaza con sus hábiles manos el diábolo y saluda a la concurrencia automovilística a la que no pide moneda alguna porque su fin es otro: Lanzar un SOS, de ciudad en ciudad, del caos en que se ha convertido nuestro mundo, su patria y la de todos, en la que risueño canta sus penas mientras entusiasta aguarda su sueño: Parar el mundo.
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