Formo parte de una generación que supo autogestionar sus desencuentros y conflictos sin la presencia sobrevoladora de padres-helicóptero, sin la constante presencia de los gabinetes psicológicos y sin la retransmisión de la intimidad del altercado a través de nuevas tecnologías. Hoy día, un grupo de whatsapp tiene más poder que un Hermano Prefecto. Y les hablo con conocimiento de causa, créanme. Crecimos sin articular tesis doctorales sobre la resolución no traumática de conflictos y dirimiendo en todo caso las diferencias más insalvables en el cauce seco de la rambla que, por entonces, cruzaba y dividía en dos Almería. En fin, cuántos partidos no terminaban en un tercer tiempo de collejas y descalabros bajo uno de los puentes que la cruzaban. Finalizado el lance y restañadas convenientemente las consecuencias más aparatosas en la cercana Casa de Socorro, aquí paz y después gloria. Ni duelos, ni quebrantos, ni lloros en casa. Pero estamos llegando a unos niveles de amaneramiento que empiezan a poner en evidencia la ridiculez de la mirada escrutadora sobre cualquier conato de fricción. Por esperpéntico que pueda parecer, ahora en España es noticia que un futbolista llame a otro “maricón” en un calentón del juego. Ay. Si el duro cemento del patio del Colegio La Salle hablase, seguro que el Sanedrín de Deontólogos de Guardia solicitaba formalmente su clausura por un amplísimo sumario de delitos contra lo hoy considerado políticamente correcto. Puede que haya quien considere ese cambio como un fruto de la evolución de la especie, pero hemos dinamitado esos códigos no escritos que marcaban que lo que sucedía en la cancha, en la cancha quedaba. Y ojo que no estoy hablando de dar carta blanca a la violencia o de alentar las agresiones entre contendientes, que seguro que ya hay más de un delicado tentado a enviar esta columna a la comisión anti violencia. Estoy hablando de la paradoja de una sociedad que abomina de unirse para casi todo, salvo para lanzar miradas inquisidoras a cualquier atisbo de roce.
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