Una de las imágenes que mantengo en mi retina del recuerdo se enmarca en una de las ciudades más bonitas del Mundo, Estambul. Y es que, mientras disfrutaba del Gran Bazar, del regateo, del olor a especies de sus fogones, de la majestuosa Mezquita azul, de la cantidad de historia que se inhala en cada rincón de la antigua Constantinopla, se entremezclaba la triste imagen de los muchísimos tristes rostros infantiles que, tras haber tratado de venderte algo sin éxito por las calles, seguramente tendrían poco o nada caliente que echarse ese día a la boca.
Esta imagen contrasta con el decálogo de derechos de la infancia que promovió la ONU en 1959 y que recordamos cada 20 de Noviembre. Más de medio siglo después destaca el número de familias pobres en España y, por ende, muchos niños viven empobrecidos, no disfrutando de sus derechos; es la cara más amarga y vulnerable de una sociedad en crisis. Según UNICEF, somos el cuarto país de la UE con más desigualdad infantil, 1 de cada 3 niños vive en riesgo de pobreza o exclusión social. Tras un niño que va al cole sin comer, hay una familia que no puede pagar el recibo de la luz por tener un empleo precario o inexistente y sin compensatoria, o unos abuelos cuya pensión no les da ni para su medicación.
Se nos llena la boca de derechos de la infancia pero ¿qué estamos haciendo para que sea una realidad? Para cuidar de los niños y velar por sus derechos, primero tenemos que hacerlo con sus padres, convirtiéndose en prioritarios en la acción política con especial atención en procesos de desahucio, para evitar desalojos o garantizar alternativas, también subiendo las becas y garantizando el acceso a la escuela de 0 a 3 años, o aportando un ingreso mínimo, así como promoviendo que los sueldos permitan una vida digna. En ello deben trabajar las nuevas aritméticas parlamentarias.
A este ritmo, en unos años, tendremos una gran bolsa de niños al margen de las oportunidades de las que sí disfrutan otros muchos, y habremos echado por tierra la prevención de enfermedades, provocando que la calidad de vida de demasiados niños – después adultos – sea decadente y avocada a la desgracia porque, ya lo dijo Cervantes en boca de su hidalgo Don Quijote, morir de hambre es “la más cruel de las muertes”
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