Esta semana hemos conocido los resultados del Informe Pisa, la prueba global más conocida de las que valoran el sistema educativo.
El titular es que España ha mejorado sus puntuaciones y se sitúa por primera vez en la media de los países más desarrollados del mundo.
En realidad, la mejora es más estadística que real y nos aproximamos a esa media porque quienes estaban mejor que nosotros han empeorado. Así que sacar pecho en estas circunstancias es tan impropio como lo fue fustigarse sin piedad en circunstancias anteriores.
Porque España ha hecho en las últimas décadas una esfuerzo monumental para universalizar la educación y para extenderla desde los 3 a los 16 años. Y, con sus imperfecciones, los resultados de nuestro sistema cumplen con los estándares. De tal manera que un buen estudiante español también sabría desenvolverse en una escuela de Finlandia, de la misma manera que un mal estudiante de Singapur también tendría problemas si estudiase en Sanlúcar de Barrameda.
Dicho lo cual, el último Informe Pisa nos muestra dos realidades que debemos constatar. La primera, que si es por resultados quizás no tengamos que buscar las claves del éxito educativo en lugares tan exóticos como Finlandia o Japón sino en otros como Palencia o Pamplona, por ejemplo. Y la segunda, que dado que en general no vamos a escolarizar a nuestros hijos en Singapur, la brecha que debería preocuparnos de verdad no es la que nos separa de Asia o Escandinavia sino la distancia que separa a un alumno de Canarias o de Andalucía de otro que estudia en Navarra o Castilla y León. Y para detectar esa sima y ponerle solución no hace falta esperar un nuevo Informe Pisa.
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