El espíritu navideño había llegado ya hasta las siempre difíciles relaciones del capital y el trabajo. Apenas comenzado el adviento se sucedía una serie de detalles que humanizan las fiestas del fin de año. Empresarios y trabajadores dejan por unos días la lucha reivindicatoria y se sientan en torno a la mesa. Allí se cuentan chistes, se mienta la posibilidad de que caiga el gordo en la empresa y hasta se le dedican unos minutos complacientes y sin ira a la situación política del país. La retórica del franquismo llegó a crear una metáfora para superar al menos publicitariamente la conocida dialéctica capital-trabajo. Decían que ya no había dos entes separados, sino una misma empresa de productores. Lejos pues la palabra obrero que pertenecía, según los publicistas, al mundo demoliberal del siglo XIX. Toda una milonga ficticia para entretener a la gente de buena voluntad. Por desgracia el conflicto sigue saliendo a la calle convertido en pancartas sobre el despido libre, la precariedad salarial, los desahucios, la pobreza energética, etcétera. Y por otro lado, algunas empresas aprovechan estos días para publicar sus beneficios después de impuestos como prueba de que están bien gestionadas a pesar de la crisis. No sé a qué se debe el hecho constatado de que cada vez hay menos comidas y menos cenas. También las cestas de Navidad han disminuido. Si todo fuera tan bien como dice el Gobierno, deberían haber crecido pero algo pasa en la humanización de la fiestas navideñas. Algún sociólogo ha escrito que estamos viviendo tiempos de malestar y de escasa tolerancia. En mis primeros tiempos de periodista, yo trabajé en la Voz cuando ésta era un Medio de Comunicación del Estado franquista. Nuestras comidas navideñas entonces estaban presididas inequívocamente por el Señor Gobernador. Con esto quiero decir que al menos para unos cuantos, nuestras comidas carecían de toda espontaneidad conversacional. Nuestros chistes se helaban en la misma boca, y nunca he oído más lugares comunes como los que se utilizan para disimular con el tiempo que hace o el barco de Melilla que se retrasa. Ahora, por fortuna, no hay tanto aburrimiento. Las cestas de Navidad son una costumbre casi milagrosa en medio del duro clima sindical. No me extraña que hasta el Tribunal supremo las haya recomendado.
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