Ahora que tanto se habla de racionalizar horarios y de reservar franjas del día para lo que algunos llaman “conciliar” y otros, simplemente, “vivir”, no conviene olvidar que, por encima de usos horarios, meridianos, paralelos, insularidades y otros hechos inevitables, los españoles somos muy poco dados a salir de nuestra particularísima zona de confort. Es más: modificar rutinas y hábitos por recomendación ajena siempre ha sido visto aquí como rasgo de apocamiento y debilidad. Con independencia de que el consejo sea saludable y conveniente, el mero hecho de que éste venga por cuenta ajena hace de su aceptación un menoscabo a la personalidad del aconsejado. “¿Cambiar yo? Usted no sabe con quién está hablando”, parecen pensar muchos. Se cumplen ahora 250 años del famoso Motín de Esquilache, que acabó provocando incluso un cambio de gobierno, cuando un ministro italiano de Carlos III decretó la prohibición del uso de capas, chambergos embozos para evitar el anonimato delictivo. En realidad lo del atuendo era tan sólo una parte de un programa de modernización que incluía medidas de higiene pública como la construcción de fosas sépticas y otras cuestiones de civilización básica. Pero como lo ordenaba un extranjero, el personal se puso farruco y hubo su poquito de disturbio y navajeo, lo que acabó forzando la destitución y exilio del atrevidísimo Marqués de Esquilache. En apenas dos siglos y medio no ha cambiado tanto nuestro código genético como para que se acepte con naturalidad que debemos regirnos por otro horario más acorde a nuestra realidad física y a nuestra salud mental. Y soy menos optimista, aún, porque la medida la ha propuesto una ministra del PP, Fátima Báñez, esa a la que mandaba a hacer punto a su pueblo un modernísimo cargo del PSOE. Si esto de racionalizar horarios lo llega a decir alguno de esos que se sientan en las alfombras del Congreso a dar ruedas de prensa en plan botellón, todo el mundo estaría encantado con la modernidad de la medida. Qué país.
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