Como en alguna ocasión he dicho, esta columna tiene una indeclinable vocación de servicio público que la hace acudir, con espíritu legionario, al puesto de mayor peligro. Y pocos frentes son ahora tan peligrosos como el de los usos y costumbres. Por eso me duele que los colectivos de hipersensibilizados e hipersensibilizadas se pasen el día despotricando contra el boxeo, los toros, la caza o cualquier otra cosa que para ellas y ellos sea una exacerbación de la violencia, la agresividad o el machismo, y que se les escapen vivas las mejores ocasiones de realizar su vibrante apostolado social. Si quieren percibir de cerca la áspera amenaza de la violencia, la tensión y el riesgo de enfrentamiento, no tienen que irse a un ring, a un ring o a un coto: les bastaría con que asistir cualquier sábado a una instalación deportiva en la que haya niños jugando al fútbol con sus padres mirando en las gradas. Lo que pasa en algunas pistas o en algunos pabellones con los papás (y también las mamás, ojo) de futbolistas de diez u once años no tiene nada que envidiar y haría palidecer de espanto a alguna afición extrema de los estadios más radicales de la Liga de Fútbol Profesional. Por lo que he podido ver en alguna ocasión, tan sólo una minoría de padres entiende la actividad de sus hijos como una diversión formadora de valores colectivos e individuales, teniendo la sensación de que buena parte de los padres acuden a las instalaciones en el triple papel de progenitor, entrenador y representante de esa perla de la cantera que, incomprensiblemente, no es alineado los minutos que debe o que no explota al máximo su enorme potencial por culpa de la torpeza del desventurado entrenador del equipo, lo que probablemente impida el inevitable fichaje del niño para el Real Madrid o el Liverpool. Y eso por no hablar de los papás que ordenan, a voces, que su hijo lesione al hijo de otro padre de otro niño de otro equipo o que finja haber sido lesionado. Ahí sí hay terreno para la denuncia y el apostolado social.
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