No hay mayor síntoma de lucidez que reconocer el instante en el que tu vida comienza a irse al garete. Yo lo he descubierto hace poco, y tengo perfecta noción del momento en el que empecé a convertirme en un proscrito. Fue una mañana de enero, a principios de los setenta, y aún recuerdo el olor del plástico cuando abrí el paquete que contenía el esperado kit de explorador-cazador de Madelman que me habían dejado los Reyes en casa. Yo creía que estaba recibiendo un juguete, pero en realidad estaba abriendo la caja de Pandora. El conjunto estaba formado por el entonces famoso muñeco de acción (un hombre y, por tanto, un machista discriminador de las mujeres exploradoras y cazadoras) que iba armado con un revólver y un fusil ¡de mira telescópica! para ejecutar más fácilmente a las inocentes criaturas de la sabana, cuyas pieles acabarían en los armarios de la indecente burguesía. Pero no se quedaba ahí la cosa. La caja contenía, además, un mono, una pantera ¡y una jaula! para simbolizar así el sometimiento de las especies salvajes, amaestradas para la diversión circense del heteropatriarcado. Y aunque estoy tratando de sobreponerme a las arcadas para seguir escribiendo, he de admitir que aún no he confesado el peor de mis pecados. Ahí va: mi Madelman no venía solo. Venía –lo siento, ya sé que es abominable- con un guía subsahariano (no añadiré dolor a mi confesión diciendo que era negro) tocado con un fez rojo, lo cual suponía, además de un canto infame a la esclavitud, un cruel ataque a los hermanos musulmanes propiciado por el nacionalcatolicismo tardofranquista. Y aunque a los siete años yo no sospechaba eso, ahora puedo decir con alivio que veo la luz a través de mis recuerdos. Espero poder perdonar algún día a mis irresponsables padres por darme juguetes que no respetaban la igualdad de los niños y las niñas, la integración de los pueblos y la sagrada libertad de los animales, al tiempo que justificaban a esa despreciable y explotadora casta que hace safaris por los países en vías de desarrollo. Así he salido.
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