En el mundo de la política dejamos atrás un año con la sensación de habernos quitado un peso de encima. Fueron meses de barco varado por los sargazos de la mala política. La que prima las ambiciones de los partidos sobre el interés general. Tras la "dulce derrota" del PP estuvimos empantanados durante meses. Primero con la fallida investidura de Pedro Sánchez, el candidato del PSOE. Trance en el que lo supuestamente nuevo (Podemos) demostró que la bulimia de poder de su líder (Pablo Iglesias) superaba a la capacidad táctica de Iñigo Errejón, segundo auriga del movimiento.
Después con nuevos comicios (26 J), en los que el PP volvió a ganar mejorando el resultado de los anteriores. Victoria que llevó a algunos dirigentes a proclamar que las urnas habían amnistiado los casos de corrupción.
Esas segundas elecciones en las que el PSOE volvió a perder escaños, fueron la señal de partida para la conspiración de los barones que se juramentaron para derrocar a Pedro Sánchez, el secretario general vencedor en las primarias pero perdedor en las urnas. La defenestración de Sánchez instaló en el seno del partido más antiguo de España un estado de guerra civil de baja intensidad que seguirá latente hasta que se celebre un congreso que ponga a cada uno en su sitio.
No es seguro que Sánchez se presente como candidato pero alienta el sebastianismo político y eso puede resultar letal para el PSOE. Un partido que, ¡vivir para verlo!, no para de recibir loas desde la cúpula del PP en razón, claro está, de que, forzados por sus respectivas precariedades parlamentarias, han decidido sindicar sus intereses. Avizorar cuánto durará esa peculiar "joint venture" en la que ambos comparten los riesgos de la alianza pero solo el PP obtiene beneficios, es el reto del momento. Reto que tiene una cita en el calendario: la aprobación o no de los Presupuestos. Si no hay acuerdo, habrá prórroga y el ambiente político se enrarecerá hasta tal punto que volveremos a oír hablar de elecciones. Quisiera equivocarme.
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