Aún con la resaca de la, espero por ahora, última de las madres de todas las batallas de los deseos, felicitaciones, salutaciones y parabienes para el recién estrenado nuevo año, aún con las secuelas de todos los correos saturados y los buzones desbordados, aún así seguimos instalados en esa saludable, pero atosigante costumbre de vomitar buenos deseos por doquier: al pariente/a, a los familiares, allegados, conocidos, vecinos de toda la urbanización, a los ignorados durante todo el año e, incluso, a los desconocidos de toda la vida. Insistimos y perseveramos en los viejos hábitos del reciproco deseo de lo mejor y no reparamos en el uso y abuso de los soportes tecnológicos a nuestro alcance.
No nos frenan los datos que arrojan distintos estudios que reflejan que las pantallas de los smartphones acumulan una cantidad de microorganismos treinta veces mayor que la taza de cualquier váter, vamos que las manoseadas pantallitas están de caca hasta las cuatro esquinitas. No se detiene nuestro sobado manual ni evitamos las caricias inocentes con nuestro respectivo terminal aunque la operadora de telefonía NTT Docomo haya instalado rollos de papel higiénico para limpiar las pantallas de los teléfonos móviles y tabletas en el aeropuerto de Narita, en Tokio. No reducimos la utilización de esos sofisticados medios, pese a que como han demostrado recientes investigaciones las pantallas de los teléfonos inteligentes pueden contener hasta seiscientas bacterias. Nada de eso cuenta, lo que importa, lejos de manifestarnos a quienes verdaderamente nos debemos, es cumplir con el rito de la felicitación, que se sepa que estamos, que se nos vea, aunque la contraprestación se escriba con una sarta de gilipolleces y ñoñas estupideces que nadie se cree.
Ante tanta borrachera de bienintencionados deseos, que aunque vacuos hemos de aceptar con la mejor de las sonrisas, siempre recuerdo la franqueza y sinceridad de una veterana y entrañable amiga, Marcela de nombre. Una hermosa porteña de ascendencia italiana que aprendió joven a pelear con la vida y que durante años enriqueció las principales pasarelas de la moda europea y los spots televisivos con su singular belleza latina. Desenvuelta, espontánea e inteligente, la respuesta al rutinario saludo ¿cómo estás?, siempre era la misma: Mal, pero acostumbrada. A lo más, en escasas ocasiones espetaba: Bien, pero desacostumbrada. Su argumento estaba pleno de razón: Ningún mortal puede sentenciar que está lo que se dice bien, bien. Es mejor reconocer nuestra miseria y fragilidad y adaptarnos sin desesperar: Mal, pero acostumbrados.
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