Trump: entre el populismo y el mesianismo

Alfonso Rubí
22:38 • 15 ene. 2017

Está a punto de comenzar la era Trump. La elección de este señor como presidente de los Estados Unidos, es decir como el que dicen que es el personaje más poderoso del mundo, es a mi juicio una nueva y terrible manifestación de la crisis ideológica que desde hace años deteriora la convivencia en la mayoría de los países del mundo occidental.
Hace veintitrés siglos el historiador griego Polibio expuso su teoría de la sucesión cíclica de los sistemas de gobierno, a la que llamó “anaciclosis”, un proceso que se inicia cuando una comunidad evolucionada elige a un líder carismático para que les dirija. Surge así la monarquía, que se convierte en tiranía cuando el monarca decide imponer su voluntad de forma caprichosa y despótica. Los mejores de esa sociedad se sublevan contra él y le destronan, e instauran una aristocracia (el sistema de gobierno ideal para Platón) que a su vez degenera en oligarquía cuando el grupo de los pocos que detentan el poder empieza a ejercerlo de manera abusiva y caciquil.
El pueblo depone entonces a los oligarcas y se erige en depositario de la legítima soberanía. Así nace la democracia, que acaba por degenerarse también, convirtiéndose en oclocracia o gobierno de la plebe, de la muchedumbre amorfa y desarticulada, el peor de los regímenes en opinión de Aristóteles. Para acabar con esta situación insostenible se busca a un personaje para que asuma el poder como monarca, y el ciclo vuelve a empezar La oclocracia dice Polibio que se caracteriza por la extensión de la corrupción, la ascensión de los mediocres, la anteposición de los intereses personales y de grupúsculos al interés general, y otros factores que suenan familiares más de dos mil años después. Además, la crisis de la democracia por el desencanto de los ciudadanos genera fuerzas centrífugas (sálvese quien pueda) frente a las centrípetas del todos a una y de la confianza en la suma de esfuerzos y voluntades, como pedía Kennedy. Este terreno está abonado para los nacionalismos perversos, para populismos, y para que aparezcan líderes mesiánicos.
Los nacionalismos son malos cuando se pervierte su carácter de afirmación de los valores autóctonos y de las raíces propias, viendo en lo otro (lo extraño o lo ajeno) solo peligros, amenazas, enemigos a los que hay que enfrentarse y a los que hay que combatir. Los populismos por su parte, significan demagogia y oposición irracional y superficial al sistema, proponiendo soluciones simples a problemas complejos, argumentos en los que se apoya la aparición de los supuestos mesías que prometen un mundo mejor. Como  ha hecho Donald Trump en su campaña y sigue sosteniendo desde su victoria electoral.
La radicalización con crecimiento de los extremos por la derecha y por la izquierda que estamos viviendo, es síntoma claro de la crisis de la democracia, que es el menos malo de los sistemas de gobierno, según la afirmación del insigne estadista Sir Winston Churchill. 
La solución para estas situaciones críticas no está en ese camino descendente hacia la oclocracia y el mesianismo, sino en el contrario, el camino ascendente de la regeneración democrática basada en valores: honestidad, mérito, eficacia, transparencia y tantos otros. Así como en el desarrollo de los métodos de gobernanza participativa que permitan evitar los desmanes de la partitocracia representativa.
Si las democracias occidentales siguen obstinadas en no regenerarse en profundidad, se multiplicarán los Brexits, los procesos secesionistas a la catalana, las xenofobias, los syrizitas y podemitas, proliferando personajes como Tsipras, Le Penn, Beppe Grillo, Iglesias y ahora Trump, quienes representan el ocaso de un sistema y el resurgimiento de atavismos que tienen al menos dos mil trescientos años de antigüedad, según Polibio. 


 







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