España va bien. No se alarmen. No ha vuelto Aznar -Dios no lo permita- pero España va mejor. Las grandes cifras macroeconómicas mejoran. El paro está por debajo del 19 por ciento, cifras que no veíamos desde hace casi diez años, al comienzo de esa gran crisis que Zapatero negó tres veces, hasta que cantó el gallo europeo y le obligaron a tomar medidas de austeridad. Las exportaciones siguen una buena marcha, la venta de coches también, el mercado inmobiliario empieza a respirar después del hundimiento, se reanima el consumo de las familias y basta darse una vuelta por las calles de cualquier ciudad española o por las carreteras cualquier fin de semana, para ver que hay otra alegría.
El problema es que sigue habiendo demasiados millones de parados que, aunque esto vaya bien, tardarán al menos ocho o diez años en tener una posibilidad real de empleo. Algunos, no todos, porque el propio mercado está expulsando simultáneamente a los jóvenes, sin oportunidades reales, a los parados de larga duración y a los mayores de 55 años. No hay políticas activas de empleo que se preocupen de estos colectivos que representan un importante porcentaje de la población y que, un año detrás de otro, ven cómo disminuyen sus posibilidades de encontrar un empleo. Ese es el gran problema, el crecimiento de la desigualdad. El 1 por ciento de los más acaudalados de España acumula el 20 por ciento de la riqueza, tres puntos más que antes de la crisis. Mientras la renta media de los hogares cayó un 18 por ciento -más de 5.000 euros- durante la peor crisis de los últimos setenta años, el 10 por ciento de los más ricos vieron cómo su patrimonio no sólo no sufría durante esos años, sino que se incrementaba un 15 por ciento.
Lo que ha crecido en estos años es la desigualdad que, en parte es hija de la precariedad del trabajo y de la imposibilidad de los jóvenes por construir una vida medianamente digna. Ellos han perdido mucho más en estos últimos ocho o diez años, pero sobre todo han perdido la esperanza, el futuro. Sin los padres o abuelos, la gran mayoría de los jóvenes españoles y aquellos que se han atrevido a formar una familia habrían entrado en la pobreza. El descenso de sus ingresos y de sus expectativas ha sido brutal.
En ese caldo de cultivo real, los populismos -de derechas, marxistas o socialistas, da lo mismo- encuentran naturalmente, un espacio perfecto donde desarrollarse. Y si los Gobiernos no actúan con rigor, prontitud y medidas urgentes, lo que se puede poner en peligro es el propio sistema. Acaba de decir Emilio Lledó que "vivimos en una sociedad de consumo en la que el consumidor ha sido devorado. Vivimos en exceso de las cosas inútiles". Y, simultáneamente, tratamos de ignorar, de tapar esa desigualdad creciente, insultante, que en algunos casos es extrema. O los Gobiernos atienden ese problema o la sociedad se partirá aún más. Si no fuera por la lucha fratricida por el poder y nada más que por el poder, que, en estos momentos vive la izquierda, desatendiendo principios y proyectos, la rebelión social podría volver a estallar. Hay que reducir urgentemente la desigualdad.
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