Cuando me enfrento a la lectura de un libro, lo primero que hago es sacar las manos de los bolsillos. No para sostenerlo entre las manos, sino para, si no me ha atrapado, al llegar a la pagina sesenta, desenfundar la pistola del desinterés y disparar la bala del olvido que lo enterrara en un estante del que es difícil que vuelva a salir.
Con el libro de Inocencio Arias no tuve que utilizar esa bala de plata. No solo pasé de la fatídica pagina sesenta, sino que en mi primera aproximación llegue hasta el final de su llegada a Bolivia, coincidente con la muerte del Che Guevara allá por 1967 y por la página 120.
Su lectura no solo me ha permitido bucear en algunos de los episodios que han marcado la historia reciente del mundo, desde la muerte del Che , (¿casualidad?), la desaparición de todos los que, de una u otra forma, participaron en su asesinato, a la extraordinaria complejidad conspirativa por parte de Argelia en la Marcha Verde, o a la Revolución de los Claveles en Portugal y aquella noche llena de tumulto en la que tuvo que acoger al embajador en su residencia lisboeta, mientras una banda de radicales asaltaban la legación española, por citar solo tres situaciones vividas en tres países- Bolivia, Argelia y Portugal- que fueron los tres primeros peldaños de su gran escalera vital en la diplomacia.
Es que, también, en su libro, Chencho no solo repasa los hechos históricos llenos de anécdotas reveladoras ocurridos en el mundo desde su inicio en la carrera diplomática, sino que, además, en sus páginas permite reencontrarse con el cielo azul y el sol de la infancia machadiana que todos compartimos.
Su relato dedica algunos capítulos a recordar su infancia en aquel tiempo de chumberas y limoneros, de noches de frío y atardeceres calorosos, en que transcurrió su infancia en Vélez Blanco y Huéscar.
Su evocación de aquel tiempo es conmovedora.
Desde el exabrupto de su abuelo cuando supo que su cuarto hijo era una niña- “vaya mierda”, dice que dijo - hasta encontrar la otra cara de la moneda en ese tradicionalismo y encontrarnos con que su madre fue, quizá, la primera mujer con carnet de conducir de la comarca y que, de tanto ejercer de chofer de su padre en sus viajes a Almería como presidente de la Diputación, se sabía de memoria y a que marcha había que tomar las más de doscientas curvas que existían en los 29 kilómetros que separaban Puerto Lumbreras de la calle de la Corredera velezana y blanca donde vivían.
En esos capítulos está reflejada la vinculación de media provincia almeriense con Murcia y su estancia en los Jesuitas de Orihuela, de los que tanto aprendió.
O aquellas navidades en que las calles se llenaban de olor a mantecados cuando las mujeres volvían del horno de leña en que se cocían los dulces hechos en casa con tanta sabiduría como tradición.
He recordado aquellos campos de fútbol de la prehistoria con porterías hechas de dos piedras. Por cierto, en el libro descubrirán que Chencho tuvo en el espacio tribal del futbol su primera iniciativa empresarial cobrando entradas para ver un partido del Vélez Blanco contra, seguro, un eterno rival.
Aunque la verdad, no creo que aquella operación comercial tuviera mucho éxito, porque, de aquella tarde, lo que con más satisfacción recuerda es el piropo que le echaron a sus piernas mientras, debajo de una higuera, esperaba que algún coche, de los escasos que pasaban por el lugar, lo llevara hasta el pueblo.
Chencho vuelve a su infancia y lo hace desde la felicidad del tiempo perdido y con el olor de la magdalena; no de Proust, sino de su madre y sus vecinas.
Creo que después de la lectura del libro uno llega a la conclusión de que la carrera profesional de diplomático almeriense puede considerarse un fracaso exitoso.
Fracaso porque nuestro autor no acabó triunfando en lo que soñaba, aunque sí alcanzó lo que casi todos creemos un sueño: convertir el mundo en una aldea recorrida a lo largo de cuarenta años de vinculación con la diplomacia y sus misterios.
Y es que aquel tipo espigado que estudiaba Derecho en Murcia solo soñaba con ser un espía agarrado a la cintura de una rubia mientras, con la otra mano sostenía un ‘dry martini’ en el ambiente brumoso de un antro de arrabal y malevaje lleno de mujeres de baja estofa, lugar donde estaría, no por placer, por Dios, no piensen mal, sino trabajando en una peligrosa misión secreta en la que llevarse al huerto a la rubia era un paso imprescindible para sacarle un secreto del Estado de la órbita soviética para el que- seguro- la chica trabajaba.
En aquel tiempo de cerezas se veía Chencho haciendo trabajos de 007 por oficio y de seductor por obligación. También soñaba con llegar a ser un futbolista continuador de la estela de la saeta rubia. Con estos grillos en la cabeza no era difícil llegar al convencimiento de que la carrera diplomática no era, precisamente, un camino por el que le atraía transitar. A esa convicción tan apresurada llegó una tarde del tórrido junio en el casino murciano de la calle Trapería cuando escuchó a un diplomático cursi revestido de chaleco- prenda muy apropiada para el ferragosto adelantado murciano-alardeando de sus relaciones con De Gaulle, la actriz Juliette Greco o la novelista Francoise Sagan.
Aquel estudiante de tercero de Derecho no se creyó nada del pedantón y llegó a la conclusión de que la Diplomacia era un oficio de mamones.
Pero si aquel viaje iniciático a las Relaciones Internacionales no le sedujo, su aversión sería aún mayor cuando, amante del cine- confiesa que su afición a la pajarita le viene de alguna sutil atracción estética por algún periodista en un film americano en blanco y negro-, pronto llegó a la conclusión que los héroes del cinematógrafo podían tener cualquier oficio, menos el de Diplomático.
Solo en ‘55 días en Pekín’ salían los ejercientes de este oficio como protagonistas y, en cualquier caso, los diplomáticos españoles ocupaban siempre el papel de jugadores de tercera división. Sucedió en la película de David Niven narrando las peripecias de la rebelión de los Boxer en la que los revolucionarios chinos cercaron a principios del siglo pasado las legaciones extranjeras y en la que el embajador español, interpretado por Alfredo Mayo, no pasaba de ser un comparsa armado con un abanico para combatir, no a los revolucionarios chinos, sino al calor.
Si al caldo de la aversión hacia la Diplomacia le faltaba una taza en aquellos ‘55 Días en Pekín’, Chencho la encontró en otra película : ‘Perlasca’, una cinta italiana en la que el embajador español en Hungría, Sanz Briz, conocido años más tarde como ‘El Ángel de Budapest’ quedaba relegado a un tercer nivel después de haber salvado a centenares de judíos de los campos de concentración nazi y el protagonista de la pantalla acabó siendo un tal ‘Perlasca’, un subalterno del embajador español, que en la película aparece como el héroe y el personaje de Briz sólo aparece de pasada, aunque eso sí, con pajarita. Ojo. En las primeras diecisiete páginas del libro ya han aparecido dos pajaritas.
Pero como no hay mal que cien años dure, aquel estudiante que soñaba con ser espía o futbolista- nunca notario heredero del despacho de su padre, como quería su santa madre- se cayó del caballo una tarde madrileña camino, no de damasco, sino del colegio mayor César Carlos.
Allí conoció a opositores a judicaturas, a cátedras, a notarías y a la carrera diplomática y se dio cuenta que, sí, como en todos lados, había un mamón, pero no todos eran mamones. Eran gente normal, simpáticos, nada afectados, cultos sin pedantería y que pensaban que Mozart era cojonudo, pero que Di Stefano era excelso. Vamos tipos normales. Aquella tarde la duda se hizo carne y habitó entre su corazón y su cerebro.
El acto de contrición y el arrepentimiento vinieron después y la culpa la tuvieron Kruchev y Kennedy en el escenario de Bahía Cochinos.
Aquel tipo que empezaba leyendo el ABC que llegaba a casa por las páginas de deportes pasó a comenzar la lectura por la sección de Internacional.
Asistió a aquel episodio que puso al mundo al borde la tercera guerra mundial como a la visión de una película real en la que mantuvo contenido el aliento durante semanas.
De aquellos días que conmovieron al mundo, Chencho se queda con el extraordinario juego de la diplomacia que él define como una combinación de “amenazas y hojas de parra”. La amenaza de Kennedy era el bloqueo y el envío de soldados a Florida para una posible invasión de la isla; la hoja de parra para que Kruchev se cubriera sus vergüenzas, era el compromiso de no llevar a cabo la invasión si la Unión Soviética retiraba los misiles.
Todo acabó bien y el almeriense aprendió que “un diplomático no era alguien al que se paga para resolver problemas que no hubieran surgido si no existieran diplomáticos”, como sostenía algún cretino.
El camino estaba marcado. Cuando se levantó del caballo comenzó su andadura por la historia de España de los últimos cincuenta años.
Chencho ha sido un observador privilegiado del último medio siglo, al que ha mirado con interés, curiosidad, conocimiento y un escepticismo apasionado.
Y descreído. O, mejor, creyente del azar. Y de creer que es decisivo estar en el lugar oportuno en el sitio oportuno o tener la fortuna de hacer con naturalidad lo que a otros les parece extraordinario, como cuando, en un viaje oficial y ante la pérdida de dos periodistas de sus maletas en aeropuerto de Caracas, él fue a buscarlas y, tras recuperarlas, corrió por la terminal para no perder la comitiva. Los periodistas lo vieron desde el autobús y ese detalle de humana generosidad, dice él, le abrió las puertas de la “canallesca” para siempre.
Por las casi seiscientas páginas del libro aparecen cientos de personajes, todos interesantes. Como interesantes son sus opiniones.
Resumirlas todas es una tarea que no les voy a ahorrar -para eso esta el libro- pero no me voy a resistir a descubrirles con una definición a nueve personajes que no han ido en buscas de un autor, sino que el autor los ha encontrado a ellos.
Así del Rey emérito piensa que es un personaje humano al que un día y en una cena de gala en el Palacio Real le tuvo que dejar un pequeño televisor para que pudiera seguir un partido entre el Real Madrid y el Atlético.
De Suárez piensa que era un tipo con una capacidad de seducción irresistible; ‘charme’, dicen los franceses
De Felipe González se vislumbra una admiración indisimulada por su inteligencia estratégica y su pragmatismo.
De Calvo Sotelo opina y creo que con incontestable conocimiento, que ha sido el presidente más culto que hemos tenido.
De Mitterrand le ofendió su obstinada soberbia y la falta de lealtad con España en los años duros de ETA.
De Ramón Mendoza, aquel presidente del Madrid que lo fichó para director general y que nunca cumplió ni una sola de sus palabras, que es el tipo más informal que ha conocido en su vida.
De Aznar que es un “atravesao” pero que en política exterior cumple su palabra.
De Zapatero que tienen la ocurrencia como táctica y la acumulación de ocurrencias como estrategia
De Messi que puede ser el profeta del fútbol, pero que nadie se equivoque: el Dios sigue siendo Di Stefano.
En fin, un libro de recomendable lectura en el que Chencho cumple los nueve mandamientos que, según Billy Wilder, tenía que cumplir toda creación humana: no aburrir.
El décimo mandamiento es, una vez cumplidos los nueve anteriores, hacer entonces una buena película.
A nuestro paisano no le hace falta hacer una película; porque su vida ya ha sido de película.
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